La oración de Semana Santa


Read by Alba

El último chá de Persia, que, según nadie ignora, murió a manos de un fanático, tuvo en su historia una página de muy pocos conocida, y yo la ignoraría también a no referírmela una viajera inglesa, de esas mujeres intrépidas e infatigables que registran con emoción y curiosidad los más apartados confines del planeta. Cómo se las arregló miss Ada Sharpthorn (que así se llamaba la inglesita) para obtener la confianza y casi la privanza del sha y penetrar en la cerrada magnificencia de su palacio y conocer íntimamente a sus allegados áulicos, cortesanos y generales, es punto de difícil investigación; pero seguramente, al aspirar a este resultado, no se valió miss Ada de ningún medio reprobable, pues compiten en esta valiente exploradora la decencia y pulcritud de las costumbres con la austeridad del criterio moral y la delicadeza de la conducta. Si miss Ada gozó privilegios desconocidos en Persia, debe atribuirse a la tenacidad que sabe desplegar la raza anglosajona para conseguir sus propósitos, tenacidad que va haciendo a esa raza dueña del mundo.

Contóme miss Ada el episodio que voy a narrar la tarde del Jueves Santo, mientras recorríamos las calles de Ávila visitando Estaciones. En aquellas calles, que todavía recuerdan por varios estilos la Edad Media española, el nombre de Persia sonaba como el de un país fantástico, de juglaresca leyenda o de romance tradicional; costaba trabajo admitir que existiese. Quizá la misma «irrealidad» de Persia en la pacífica atmósfera de la ciudad teresiana, acrecentó el interés de los extraños recuerdos de viaje que evocaba miss Ada, y que intentaré trasladar al papel sin alterarlos.

-Nasaredino -empezó la inglesa- era un monarca absoluto, a quien sus vasallos llamaban sombra de Dios, y que disponía de haciendas y vidas, con dominio incondicional. No sé si ahora se habrá modificado el régimen interior de Persia; entonces -y son épocas bien recientes- no había allí más ley que la omnímoda voluntad de Nasaredino. Para mayor desventura de sus súbditos, el sha no conocía el cristianismo, o, por mejor decir, no quería conocerlo ni permitía que se propagase en sus estados opinión alguna que se apartase del código de Mahoma. Quizá comprendía que Cristo Nuestro Señor es el verdadero enemigo de los déspotas, y que la libertad y la dignidad humanas tuvieron su cuna en el humilde establo de Belén.

Esa misma intransigencia del sha con nuestra santa religión me incitó a probar si le atraía el terreno de la controversia, a fin de combatir sus errores. Aprovechando la rara amabilidad con que me acogía, me dediqué a catequizar a Nasaredino, y buscando el flaco de su orgullo, comencé por pintarle la gloria y prosperidad de naciones cristianas como Francia y la Gran Bretaña, superiores en las mismas artes de la guerra a las naciones sujetas al fanatismo musulmán. Mis argumentos parecían hacer mella en el monarca; a veces le vi quedarse pensativo, acariciando la negrísima y puntiaguda barba, con los rasgados ojos de pestañas de azabache fijos en el punto imaginario de la meditación. No era un necio; ciertas ideas le movían a reflexionar; ciertos problemas se le imponían a pesar suyo, al través de su oriental indolencia y su soberbia de dueño absoluto de muchos millones de seres racionales. Despaciosamente, en correcto inglés solía, transcurrido un rato, contestarme, no sin alguna inflexión de desprecio en su voz grave y bien timbrada.

-Jamás me convenceré de que sean heroicas y viriles naciones que se postran ante un Dios humilde, muerto en un suplicio afrentoso. El gran atributo de Dios es «el poder» y «la fuerza». La única explicación que encuentro a ese enigma es que vuestras naciones se llaman cristianas sin serlo realmente, y cuando funden cañones y botan al agua barcos blindados niegan a su Dios con los hechos, aunque le reconozcan con la palabra. Y porque le niegan han logrado el predominio que ejercen. Si se atuviesen a la letra de su fe, como nos atenemos nosotros a la nuestra, nosotros les pondríamos la planta del pie sobre la garganta.

Al hablarme así Nasaredino, dejábame confusa. Pertenezco a las «Ligas» de desarme y de la paz universal, y confío más en la energía del amor y de la fraternidad que en todos los ejércitos de Europa reunidos. Mas, ¿cómo hacer entender la verdad a un bárbaro, y a un bárbaro que se cree un semidiós? Sin embargo, lo intenté. A mi manera, empleando los razonamientos que me sugirió la convicción, le di a entender que la misma fuerza material necesita fundarse en la moral, y que sin base de derecho y razón se derrumba toda soberanía. Y pasando a tratar de nuestro Dios, le afirmé que precisamente el haber sufrido y muerto como murió fue esplendorosa muestra de su ser divino. El sha, moviendo la cabeza me contestó entonces esta atrocidad:

-De esa misma manera que pereció tu Profeta sucumbe todos los días alguno o muchos de mis vasallos. Y ni aun así conseguimos acabar con la perniciosa secta de los «babistas», cuyas doctrinas se asemejan a las de vuestros Evangelios.

-Lo confieso -exclamó miss Ada al llegar a este punto-: tan horrible declaración me trastornó, y estuve a pique de prorrumpir en invectivas contra el tirano. Me reprimí trabajosamente, y Nasaredino, de pronto, como si se hubiese olvidado del giro de la conversación, me anunció que al día siguiente se verificaría una representación teatral en los jardines de palacio, y que me convidaba a ella.

Son estas funciones dramáticas espectáculo favorito de los persas, y todos los viajeros las describen: se celebran de noche, a la luz de los farolillos y linternas y de las hachas encendidas, y el telón de fondo lo da hecho la Naturaleza: una cortina de árboles, un macizo de flores, una fuente, un ligero quiosco, constituyen la decoración. Habituada a asistir a tales funciones, me sorprendió, sin embargo, el aspecto del escenario y el golpe de vista del concurso. En primer término, sillones para el sha y los altos dignatarios: detrás la servidumbre, la multitud de funcionarios y parásitos que pululan en el palacio, infestando sus galerías, claustros, patios y salones. A la izquierda, una especie de tribuna o palco cerrado por rejas de madera dorada y pintada de colorines, desde el cual presenciaban la función, ocultas a los ojos de todos, las esposas de Nasaredino. Con extrañeza noté que no se había invitado a ningún diplomático; la única extranjera, yo. Mi sillón, colocado muy cerca, aunque un poco atrás del soberano, era un puesto altamente honorífico.

Al empezar la representación, desde las primeras escenas, percibí un estremecimiento. Yo no podía entender el idioma en que se expresaban los actores, y que es una especie de dialecto persa muy literario y arcaico (el habla misma bella y sonora, que empleó el poeta Firdusi); pero aun sin inteligencia de las palabras, me parecía darme cuenta del sentido, y hasta creí que era familiar para mí, como algo que hubiese escuchado mil veces y otras tantas llevado en mi corazón. Las escenas del drama me recordaban cosas íntimas, vistas, por decirlo así, al través de un vidrio turbio y roto que desfiguraba los objetos, alternando sus colores y rasgos, sin ocultarlos enteramente. Al final del primer acto (llamémoslo así; la transición consistía en extender un riquísimo paño por delante del escenario y dejarlo caer a los cinco minutos), y mientras nos presentaban amplias bandejas cargadas de golosinas, refrescos y sorbetes, de súbito vi claro: el asunto del drama no era sino la vida de Jesucristo, interpretada a estilo persa.

Se apoderó de mí una tristeza involuntaria. Temía una profanación, una burla, cualquier desmán que hiriese mis sentimientos, y hasta que pudiese obligarme a faltar al respeto al monarca levantándome y retirándome. En voz baja le pregunté si creía que me sería posible permanecer allí; y el sha, con lenta inclinación de cabeza, me tranquilizó; después, volviéndose hacia mí, murmuró seriamente, con toda su oriental majestad:

-No temas ofensa alguna para tu fe ni para tu gran profeta.

En efecto, las páginas principales de la sagrada Vida iban desarrollándose más o menos ingenua y peregrinamente interpretadas, pero con profundo sentido de veneración y de simpatía hacia el Salvador de los hombres. Jesús aparecía Niño, jugando en el atrio del templo; después le veíamos predicar a las multitudes; presenciábamos la tentación de la Montaña, el diálogo con Eblis, genio del mal, y por último, en el tercer acto, penetrábamos de lleno en el drama de la Pasión al ser preso Jesús en el huerto, no sin que trabase ruda y encarnizada batalla entre los discípulos y los sayones, que todos iban armados hasta los dientes, con «kanjiares», puñales, pistolas inglesas y espingardas, y dispararon hasta agotar la pólvora, siendo esta parte de la función, gracioso anacronismo, lo que más parecía entusiasmar al auditorio. Era indudable que el papel de traidores lo desempeñaban los enemigos de Jesús, lo cual se traslucía hasta en el modo de vestirse y de caracterizarse los actores, siniestros y feroces, antipáticos de veras.

Al principiar el acto cuarto, que debía ser el último, el actor que desempeñaba el papel de Jesús apareció atado a una columna de jaspe; empezó la escena de la flagelación, que desde el primer instante me crispó los nervios. Supuse que se trataba de un juego escénico; pero así y todo, salté en el asiento y me tapé los ojos con el pañuelo disimuladamente. Era el actor un hombre joven, como de unos veintiocho años, de noble tipo semítico; llevaba los negros cabellos crecidos y partidos en bucles, y en la escena de la tentación, dialogando con Eblis, había tenido acentos llenos de dignidad, de desdén y de dulzura conmovedores hasta para los que no entendíamos los conceptos. Ahora, amarrado a la roja estela, con el torso desnudo y el rostro respirando un entusiasmo misterioso, una sed de sufrir, revelábase, sin duda, como trágico genial: tanta era la verdad de su ficción, la expresiva fuerza de su actividad. Por lo mismo no quería verle; me conmovía demasiado. El silbido de las cuerdas y de los látigos rasgó el aire; escuché cómo sonaban al herir la carne viva, y hasta oí un sofocado gemido, que semejaba involuntario... Y la voz del sha, su acento de mando grave y, sin embargo, cortés, me obligó a atender, a pesar mío, diciéndome en inglés, con irónica entonación:

-No te niegues a mirar. Lo que sucede ahí no es farsa, sino la realidad misma. Persuádete de lo fácil que es padecer resignadamente y hasta con gozo. El papel de tu Profeta lo está desempeñando a lo vivo y sin protestar un «babista» condenado a muerte... Ya le verás crucificar después.

El grito que exhalé debió ser terrible; como que se detuvieron los verdugos, y Nasaredino me fulminó una ojeada severa, tétrica, imponente. Otra mujer se hubiera acobardado; pero una inglesa, en caso tal, saca de su orgullo de raza y de su cristianismo fuerza bastante para no arredrarse, aun cuando se le viniese encima el mundo.

No sé lo que dije al sha: primero creo que le anuncié una cruzada de las naciones civilizadas contra sus reinos y su poder, y le vaticiné venganzas humanas y cóleras del Cielo; mas como el tirano permaneciese impasible y aun firme y aferrado a su crueldad, una inspiración me sugirió que la causa de Jesús ha de sostenerse por medio de la piedad y de las lágrimas, y arrojándome de súbito a los pies de Nasaredino, cogiendo sus manos llenas de anillos magníficos, las besé, las mojé con llanto, las sujeté, las apreté, hasta que una voz, a mi parecer descendida del cielo, murmuró casi en mis oídos:

-Levántate, extranjera. Serás complacida. Te regalo la vida de ese perro.

No sé lo que respondí. Debieron de ser extremos de júbilo tales, que el grave y pálido rostro del sha se iluminó con una fugitiva sonrisa, y su mano derecha, salpicada de mi lloro, que resplandecía sobre las sortijas de piedras, se extendió en imperativo ademán, comprendido instantáneamente por los que torturaban al desdichado ya cubierto de sangre. No era sólo la vida, era la libertad lo que le otorgaba aquel gesto mudo, y en el exceso de mi alegría echéme a llorar otra vez...

Al llegar aquí guardó silencio la inglesa, y yo sólo acerté a preguntar:

-¿Y qué fue del hombre a quien usted salvó?

-Ese hombre -balbució miss Ada-, dos años después..., asesinó a Nasaredino... ¡Sí, el mismo perdonado!... Ya ve usted cómo no hay en el mundo sino una verdad, que es la verdad de Jesús... Para un cristiano, sería sagrado el hombre que supo perdonar siquiera una vez. Y yo, desde entonces, particularmente estos días de Semana Santa, rezo siempre por el que me regaló una vida; imploro a Dios como imploré al rey absoluto, que al fin me escuchó y se ablandó... Tal vez sea una ilusión rezar por Nasaredino, pero ilusión que me consuela.

-Y por el matador, ¿no reza usted? -interrogué cuando nos detuvimos ante el bello pórtico de la catedral.

-¡También debo hacerlo! -exclamó miss Ada, después de vacilar un instante.

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Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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