La vestal
Alberto Insúa
Read by Alba
El penitente habló así:
«Su padre le había dado este nombre. Era una mujer de treinta y cinco años, alta, fría, pálida, demasiado corpulenta para remedar en su peinado y en el modo que tenía de vestirse a las vírgenes de Boticelli. Era una mujer misteriosamente seductora. Exhalaba virtud, austeridad y ciencia y, sin embargo, no se sabe qué hondo magnetismo de su ser sugestionaba a los hombres...¿Hermosa? Más bien fea, con una fealdad de pensadora. Unos ojos soberbios, esosí, aleonados, fosforescentes. Pero la nariz era demasiado pequeña, la boca demasiado grande, la mandíbula demasiado ancha. El conjunto de su persona no agradaba: inquietaba, incitaba al descubrimiento de sus líneas secretas, de sus ademanes íntimos, de las palabras que habría pronunciado en momentos de amor. ¿Tenía un amante? Su reputación era la de una mujer anafrodisiaca. No podía achacársele la más leve aventura. Su padre sentíase orgulloso de su carácter y satisfecho de la existencia equilibrada, dulce y puramente intelectual que. Piradas a él, disfrutaba. Era un sabio, un filósofo: hombre de cátedra, de biblioteca y de coloquios platónicos. El vulgo habría pretendido que vivía en las nubes. Era un anciano pulcto, atildado, bondadoso, silencioso en la vida cotidiana y fluido y cálido de frase en sus discursos. Adoraba a su tía. No había intentado nunca alejarla del matrimonio. Al encontrarse viudo y padre de una joven de quince años, pensó estoicamente que estaba destinado a quedarse solo. Pero los años fueron pasando y su nya, lejos de pensar en noviazgos y bodas, dábase a leer y a estudiar, de tal manera que no tardó en ser una sabia, una erudita, una f¡lósofa. Entonces la hija colaboró con el padre, y aunque los artículos y los libros se publicaban bajo el nombre del profesor eminente, nadie ignoraba que la hija, con sus búsquedas y sus ideas vivaces e imprevistas, había
contribuido a su formación.
El padre y la hija se amaron doblemente, por el instinto y por la razón. Fue un caso de pasión paternal y filial recíproca y creciente. Ella declaró al fin que no se casaría nunca. Él, seducido por aquel amor sin mácula y «sin materia», no pudo oponerse al sacrificio. Le encantaba, además, la pureza de su hija, su pasión por el estudio y por la casa. Era como las sacerdotisas de Vesta: incorruptible, «sólo alma.»
Yo fui el amante, uno de los amartes de aquella mujer. No hubo seducción. Un día, a solas con ella, una mirada y un gesto suyos me dieron la sensación punzante de su... facilidad. Supe ser atrevido y vencí. Era una mujer de fuego. No había refinamiento voluptuoso que igrorase. Hábil como una cortesana; pero lo increíble, lo asombroso no estaba en su frenesí corporal, sino en las frases de lubricidad terrible que brotaban de su boca. Daba miedo oiría. ¿Dónde había aprendido aquel «argot» de prostíbulo, aquella jerigonza de meretrices y de«apaches»? No quiso decírmelo, pero comprendí que la vestal, que la sabia, había buscado amores en los bajos fondos sociales y que, al igual de la Germinia Lacerteux de la Goncourt—y de otras mujeres de la vida real— tenía esa doblez de carácter que permite ocultar lo morboso, lo podrido de nuestro ser.
Yo, padre, fui una víctima de su extraña seducción. Llegué a enamorarme de ella, furiosamente: de su talento, de su vicio, de su historia... Una aberración.
Fueron unos amores violentos, desgarrantes, extenuantes. Yo no podía vivir sin sus palabras, sin su voz. Le propuse el matrimonio. Nada quería saber de su pasado. Mi temperamento y mi cultura me impedían tener celos retrospectivos. Me dio esperanzas algún tiempo. Cuando no podía verme
llegaban sus cartas a consolarme.¡Qué cartas! Obras
maestras de exaltación sexual,
de satanismo, de histerismo. Un hombre normal las habría roto indignado, asqueado. Un psiquiatra las habría recogido como «documentos» sobre la locura ninfómana. Yo las leía constantemente, voluptuosamente, estremecido de ansias inconfesables.
Abreviando. No quiso ser mi esposa. La espié, la seguí. Tenía otros amantes. Y mi venganza, mi ruin venganza, consistió en remitir a su padre «las «páginas amorosas» de la Vestal... Aquel hombre digno e inocente admitió, al parecer, las explicaciones de su hija, pero un dolor secreto le fue royendo la vida, hasta quitársela. Ella me buscó para matarme. Yo huí. La vergüenza y el remordimiento me han traído a los pies de un sacerdote, ansioso de perdón y de paz.»
Pero aquella culpa era imperdonable. Todas las dobleces de la Vestal habrían hallado gracia ante mis ojos; todos sus pecados concurrían a satisfacer al demonio de la lujuria, pero ¿no reservaba lo mejor de su alma para el amor filial? El amante vengativo había destrozado este amor, que es el más noble de todos. Mi mano no podía levantarse para absolver...
Publicado en “Flirt" Madrid en 1922
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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La vestal | 12:29 | Read by Alba |