La cita


Read by Alba

Con el sombrero en la cabeza, el abrigo puesto, un velo negro sobre la nariz, otro en el bolsillo con el cual cubriría el primero cuando hubiera subido al coche culpable, ella golpeaba con la extremidad de su sombrilla la punta de su bota y permanecía sentada en su habitación, sin poder decidirse a salir para acudir a aquella cita.

¡Cuántas veces, sin embargo, desde hacía dos años, se había vestido así, durante las horas de Bolsa de su marido, un agente de cambio muy mundano, para reunirse en su piso de soltero con el guapo vizconde de Martelet, su amante!

El reloj, a su espalda, marcaba los segundos con viveza; un libro semileído estaba entreabierto sobre el pequeño escritorio de palo de rosa, entre las ventanas, y un intenso perfume de violeta, exhalado por dos ramilletes metidos en dos graciosos jarrones de Sajonia sobre la chimenea, se mezclaba con un vago olor a verbena que despedía levemente la puerta del cuarto de aseo, que había quedado entornada.

Sonó la hora —las tres— y se puso en pie. Se volvió para mirar la esfera, después, sonrió, pensando: «Me espera ya. Va a ponerse nervioso.» Entonces salió, advirtió al lacayo de que regresaría dentro de una hora, a lo sumo —una mentira—, bajó las escaleras y se aventuró por la calle, a pie.

Eran los últimos días de mayo, esa estación deliciosa en la cual la primavera del campo parece poner sitio a París y conquistarlo por encima de los tejados, invadir las casas, a través de los muros, hacer florecer la ciudad, y difundir una alegría sobre la piedra de las fachadas, el asfalto de las aceras y el pavimento de las calzadas, bañarla, embriagarla de savia como un bosque que verdea.

La señora Haggan dio unos cuantos pasos a la derecha con intención de seguir, como siempre, la calle de Provenza, donde llamaría a un coche, pero la suavidad del aire, esa emoción del verano que nos entra en la garganta en ciertos días, penetró en ella tan bruscamente que, cambiando de idea, cogió la calle de la Chausséed’Antin, sin saber por qué, atraída oscuramente por el deseo de ver árboles en los jardincillos de la Trinidad. Pensaba: « ¡Bah! Me esperará diez minutos, más.» Esta idea, de nuevo, la regocijaba, y mientras caminaba a pasitos cortos, entre el gentío, creía verlo impacientarse, mirar la hora, abrir la ventana, escuchar a la puerta, sentarse unos instantes, levantarse y, no atreviéndose a fumar, pues ella se lo había prohibido los días de sus citas, lanzar desesperadas miradas a la caja de los cigarrillos.

Marchaba despacito, distraída por cuanto encontraba, por las caras y por las tiendas, aflojando el paso cada vez más y tan poco deseosa de llegar que buscaba, en los escaparates, pretextos para detenerse.

Al final de la calle, delante de la iglesia, el verdor de los jardincillos la atrajo con tanta fuerza que cruzó la plaza, entró en el jardín, esa jaula de niños, y dio dos vueltas al estrecho césped, en medio de nodrizas rozagantes, llenas de cintas, abigarradas, exuberantes. Después cogió una silla, se sentó, y levantando los ojos hacia la esfera redonda como una luna del campanario, miró marchar la aguja.

En ese mismo momento sonó la media, y su corazón se estremecía de gusto al oír tañer las campanas del carillón. Media hora ganada, más de un cuarto de hora para llegar a la calle Miromesnil, y unos minutos más de callejeo — ¡una hora! —. ¡Una hora robada a la cita! Se quedaría apenas cuarenta minutos, y se habría acabado una vez más.

¡Cielos! ¡Cómo le aburría acudir allá! Al igual que un paciente que sube al dentista, llevaba en su corazón el recuerdo intolerable de todas las citas pasadas, una a la semana por término medio desde hacía dos años, y el pensamiento de que iba a producirse otra, dentro de nada, la crispaba de angustia de pies a cabeza. No es que fuera dolorosa, dolorosa como una visita al dentista, pero era tan aburrida, tan aburrida, tan complicada, tan larga, tan penosa, que todo, todo, hasta una operación, le habría parecido preferible. Y sin embargo acudía a ella, muy lentamente, a pasitos cortos, deteniéndose, sentándose, callejeando por todas partes, pero acudía. ¡Oh! Le habría gustado mucho faltar a ésta, pero había dejado plantado al pobre vizconde dos veces seguidas, el mes pasado, y no se atrevía a recomenzar tan pronto. ¿Por qué regresaba allí? ¡Ah! ¿Por qué? ¿Porque había cogido la costumbre, y no tenía ninguna razón que esgrimir con aquel infeliz de Martelet cuando quisiera conocer ese por qué? ¿Por qué había empezado? ¿Por qué? ¡No lo sabía! ¿Lo había amado? ¡Era posible! No con mucha intensidad, pero sí un poco, ¡hacía tanto tiempo! Él estaba bien, refinado, elegante, galante, y representaba estrictamente, al primer vistazo, el amante perfecto de una mujer de mundo. El cortejo había durado tres meses —tiempo normal, lucha razonable, resistencia suficiente—, después ella había consentido, y con qué emoción, qué crispación, qué miedo horrible y encantador, en aquella primera cita, seguida de otras muchas, en aquel pequeño entresuelo de soltero, en la calle Miromesnil. ¿Su corazón? ¿Qué experimentaba entonces su corazoncito de mujer seducida, vencida, conquistada, al cruzar por vez primera la puerta de aquella casa de pesadilla? ¡No lo sabía ya, de veras! ¡Lo había olvidado! Una se acuerda de un hecho, de una fecha, de una cosa, pero no se acuerda para nada, dos años después, de una emoción que se ha esfumado muy pronto, porque era muy ligera. ¡Oh!, por ejemplo, no había olvidado las otras, ese rosario de citas, ese vía crucis del amor, con sus estaciones tan fatigosas, tan monótonas, tan similares, que la náusea ascendía a sus labios en previsión de lo que pasaría dentro de un rato.

¡Cielos! Esos coches que había que llamar para acudir allá no se parecían a los otros coches que una utiliza para las compras corrientes. Los cocheros adivinaban algo, con certeza. Por la simple forma en que la miraban lo notaba, ¡y esos ojos de los cocheros de París son terribles! Cuando una piensa que a cada momento, ante los tribunales, reconocen, al cabo de varios años, a criminales a los que han llevado una sola vez, en plena noche, de una calle cualquiera a una estación, y que tienen que vérselas con casi tantos viajeros como horas hay en el día, y que su memoria es lo bastante segura para que afirmen: «¡Se trata del hombre que cogí en la calle de los Mártires, y dejé en la estación de Lyon, a la una menos veinte de la noche, el 10 de julio del año pasado!», ¿no hay motivos de sobra para temblar, cuando una arriesga lo que arriesga, una joven casada yendo a una cita, al confiar su reputación al primer cochero que aparece? Desde hacía dos años ella habría empleado, para esa carrera a la calle Miromesnil, por lo menos cien o ciento veinte, contando uno a la semana. Eran otros tantos testigos que podrían declarar contra ella en un momento crítico.

Una vez en el coche, sacaba del bolsillo el otro velo tupido y negro como un lobo, y se lo aplicaba sobre los ojos. Eso le tapaba el rostro, sí, pero el resto, el vestido, el sombrero, la sombrilla, ¿no podían fijarse en ellos, haberlos visto ya? ¡Oh! ¡Qué suplicio en aquella calle de Miromesnil! Creía reconocer a todos los transeúntes, a todos los criados, a todo el mundo. Apenas se detenía el carruaje, saltaba de él y pasaba corriendo delante del portero, siempre de pie en el umbral de su portería. Ese era otro que debía de saberlo todo, todo —su dirección, su nombre, la profesión de su marido—, todo, ¡pues esos porteros son los más sutiles de los policías! Desde hacía dos años quería comprarlo, darle, arrojarle, un día u otro, un billete de cien francos al pasar delante de él. ¡Ni una sola vez se había atrevido a hacer ese pequeño movimiento de lanzar a sus pies el trocito de papel enrollado! Tenía miedo —¿de qué?—. ¡No sabía! ¿De que la llamara, si no comprendía? ¿De un escándalo! ¿De una aglomeración en la escalera? ¿Acaso de un arresto? Para llegar a la puerta del vizconde apenas había que subir medio piso, ¡y le parecía tan alto como la torre Saint-Jácques! En cuanto se adentraba en el vestíbulo se sentía cogida en una trampa, y el menor ruido, ante ella o detrás, le daba ahogos. Imposible retroceder, con aquel portero y la calle que le cerraban la retirada; y si alguien bajaba en ese preciso momento, ¡no se atrevía a llamar en casa de Martelet y pasaba ante la puerta como si fuera a otra parte! ¡Subía, subía, subía! ¡Habría subido cuarenta pisos! Después, cuando parecía imperar de nuevo la calma en el hueco de la escalera, volvía a bajar corriendo, con el alma angustiada por si no reconocía el entresuelo.

Allí estaba él, esperando con un elegante traje de terciopelo forrado de seda, muy coqueto, pero algo ridículo, y desde hacía dos años nada había cambiado en su manera de acogerla, ¡nada de nada, ni un gesto!

En cuanto había cerrado la puerta, le decía: «¡Déjeme besar sus manos, querida, mi querida amiga!» Después la seguía al dormitorio, donde, con los postigos cerrados y las luces encendidas, tanto en invierno como en verano, por distinción, sin duda, se arrodillaba ante ella mirándola de abajo arriba con aire de adoración. El primer día, ¡ese movimiento había sido muy amable, muy logrado! Ahora ella creía estar viendo a Delaunay interpretando por centésimo vigésima vez el quinto acto de una pieza de éxito. Era necesario cambiar de efectos.

Y después, ¡oh!, ¡Dios mío!, ¡después! , ¡era lo más duro! No, no cambiaba de efectos, el pobre muchacho. ¡Qué buen chico, pero qué trivial!

¡Cielos! ¡Qué difícil era desvestirse sin doncella! Por una vez, pase, ¡pero todas las semanas, resultaba odioso! No, de veras, ¡un hombre no debería exigir de una mujer semejante tarea! Pero si era difícil desvestirse, vestirse resultaba casi imposible y ponía los nervios de punta, era tan exasperante que daban ganas de abofetear al caballero que decía, girando a su alrededor con aire torpe: «¿Quiere usted que la ayude?» ¡Ayudarla! ¡Ah, sí! ¿A qué? ¿De qué era capaz? Bastaba verlo con un alfiler entre los dedos para saberlo.

Quizá fue en ese momento cuando ella había empezado a tomarle tirria. Cuando decía: «¿Quiere usted que la ayude?», lo habría matado. Y, además, ¿era posible que una mujer no acabase detestando a un hombre que, desde hacía dos años, la había obligado más de ciento veinte veces a vestirse sin doncella?

Cierto que no había muchos hombres tan inhábiles como él, tan poco despabilados, tan monótonos. Desde luego el baroncito de Grimbal no habría preguntado con pinta de bobo: «¿Quiere usted que la ayude?» La habría ayudado, él, tan vivo, tan gracioso, tan ingenioso. ¡Eso es! Era diplomático; había corrido el mundo, rodado por todas partes, desvestido y vestido sin duda a mujeres ataviadas con arreglo a todas las modas de la tierra...

El reloj de la iglesia dio los tres cuartos. Se levantó, miró la esfera, se echó a reír murmurando: «¡Oh! ¡Debe de estar agitado! » y después echó a andar con más viveza, y salió de los jardincillos.

Aún no había dado diez pasos por la plaza cuando se encontró delante de un señor que se inclinó profundamente.

—¡Vaya! ¿Es usted, barón?, dijo, sorprendida. Acababa justamente de pensar en él.

—Sí, señora.

Se informó de su salud, y después, tras unas cuantas frases vagas, prosiguió:

—¿Sabe usted que es la única de mis amigas (me permite que le dé ese nombre, ¿verdad?) que no ha venido aún a visitar mis colecciones japonesas?

— Pero, mi querido barón, ¡una mujer no puede ir así como así a casa de un soltero!

— ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Gran error, cuando se trata de visitar una colección rara!

— En cualquier caso, no puede ir sola.

— ¿Y por qué? ¡He recibido montones de mujeres solas, nada más que para ver mi galería! Las recibo todos los días. ¿Quiere usted que se las nombre? No, no lo haré. Hay que ser discreto incluso cuando no hay culpa. En principio, no es indecoroso entrar en casa de un hombre serio, conocido, de cierta posición, ¡salvo cuando se va por una causa inconfesable!

— En el fondo, tiene usted razón en lo que dice.

— Entonces venga a ver mi colección.

— ¿Cuándo?

— Pues ahora mismo.

— Imposible, tengo prisa.

— ¡Vamos, vamos! Hace media hora que está usted sentada en los jardincillos.

— ¿Me espiaba usted?

— La miraba.

— De veras, tengo prisa.

— Estoy seguro de que no. Confiese que no tiene mucha prisa.

La señora Haggan se echó a reír y contestó:

—No..., no..., no mucha...»

Un coche pasaba rozándolos. El baroncito gritó: «¡Cochero! » y el carruaje se detuvo. Después, abriendo la portezuela:

—Suba, señora.

—Pero, barón, no, es imposible, hoy no puedo.

—Señora, es una imprudencia lo que está haciendo, ¡suba! Empiezan a mirarnos, va usted a hacer que se forme un grupo; creerán que la rapto y nos detendrán a los dos. ¡Suba, por favor!

Subió, asustada, aturdida. Entonces él se sentó a su lado, diciéndole al cochero: «Calle de Provenza.»

Pero de repente ella exclamó:

—¡Oh, Dios mío! Olvidaba un despacho muy urgente. ¿Quiere usted llevarme, antes de nada, a la primera oficina de Telégrafos?

El carruaje se detuvo algo más adelante, en la calle de Cháteaudun, y ella dijo al barón:

—¿Puede usted comprarme una tarjeta de cincuenta céntimos? Prometí a mi marido invitar a Martelet a cenar mañana, y lo había olvidado por completo.»

Cuando el barón regresó, con su tarjeta azul en la mano, ella escribió a lápiz:

«Mi querido amigo, estoy indispuesta; tengo una neuralgia atroz que me mantiene en cama. Imposible salir. Venga a cenar mañana por la noche para que yo me haga perdonar. »
«JEANNE.»

   Humedeció la goma, cerró cuidadosamente, puso la dirección: «Vizconde de Martelet, calle de Miromesnil, 240», y después, devolviéndole la tarjeta al barón, le dijo:

—Y ahora, ¿quiere usted tener la bondad de echar esto en el buzón de telegramas?»

26 mayo 1882

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Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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