La inolvidable
Fabio Fiallo
Read by Alba
A Enrique Henríquez
Tic-tic. Tic-tic.
¿Quién osaba turbar con aquel ruido el sopor de la siesta?
No sería por cierto Michulinda, la traviesa gatita blanca, que tenía de su ama la brillantez de los ojos, visibles en plena oscuridad, la piel llena de voluptuosidades eléctricas, el andar silencioso, como quien va de caza, y las garras siempre ocultas y dispuestas siempre al arañazo traidor. Michulinda hacía una semana ya no retozaba con las breves pantuflas de armiño, ni saltaba a la cama, ni se escondía tras los pesados pliegues del cortinaje de damasco. Una mañana, su ama hizo llamar al tapicero y le dijo: – Llevaos a Michulinda y preparadla con esmero; la quiero para descansar mis pies. El buen hombre dejó asomar a sus ojos toda la interrogación de su asombro, mas, ella abrió los labios en una sonrisa y enseñó sus dientes menudos y crueles.
El buen hombre tembló y se llevó la gatita. ¡Pues era claro! ¿Quién la ibaa contradecir cuando ella se ponía nerviosa?... Y allí estaba, extendida delante del lecho, la suave piel blanca que aún conservaba raras voluptuosidades eléctricas.
***
Tic-tic. Tic-tic.
El importuno ruido continuaba. Y no lo producía tampoco Fru-Fru, el diminuto pájaro-mosca que tenía, de su ama la ligereza del vuelo, la volubilidad del gusto y la pequeñez del corazón. Su jaula era toda la alcoba, en la cual revoloteaba incesante, y, para su regalo, porque era exquisitamente goloso, picoteaba en la boca y en el seno de la Adorada ya un clavel sangriento, ya dos albos lirios gemelos. Una tarde su ama hizo venir a la modista y la dijo sonriente: –Tomad a Fru-Fru, y ponedlo, con las alas abiertas, en el sombrero de Primavera que me estáis adornando. Y la modista, enjugándose una furtiva lágrima de compasión, obedeció sin chistar. ¡Pues era claro! ¿Quién no se sometíaa su capricho cuando ella ordenaba sonriendo de cierto modo?... Desde entonces, allí, sobre el precioso sombrero de Primavera, lucía Fru-Fru el azul cambiante de su plumaje, y era, con las alas abiertas y el cuello tendido, su actitud presuntuosa la de una feroz ave de rapiña que volara a hacer presa en la sonrosada orejita, parecida a un pétalo de rosa.
***
Tic-tic. Tic-tic.
Veamos, veamos quién es el que así se atreve a interrumpir la tranquilidad de la siesta, obligándome también al recuerdo de la Pérfida cuya imagen ya he jurado olvidar a todo trance.
Y Gontrán saltó del lecho.
No hubo de impacientarse buscando demasiado; era el reloj de oro, el elegante cronómetro inglés, que ostentaba en su tapa interior una preciosa miniatura de la Amada, obra paciente de un ilustre cincel.
Ni siquiera vaciló para escoger el arma que había de servirle contra la frágil prenda, y la preferida fue desde el principio una enorme maza de combate que había perdido su forma sobre muchos yelmos sarracenos, cuando Godofredo de Bouillón rescataba el Santo Sepulcro. El ponderoso acero cayó terriblemente sobre la delicada joya, pulverizándola.
Después Gontrán se vistió malhumorado y se echó a la calle.
***
Era la medianoche.
Tic-tic. Tic-tic.
¿Otra vez?
¿Y quién a esta hora?
De seguro no sería la estatua del jardín, una Ondina, copia en mármol de la hermosa, de quien no sólo las formas reproducía, sino la blancura impecable y la frialdad y la dureza; y la que, con una concha levantada por la diestra en alto, hacía que se desparramara sobre su cuerpo toda el agua de la fuente, con un rumor delicioso que muchos escuchaban temblando, porque resonaba, en el silencio de la sombra, como el eco de la pequeña carcajada de la ingrata. También aquella obra genial de un célebre escultor había caído en pedazos al capricho de su ama, en una pálida noche de neurosis, bajo los golpes de un sumiso y rudo leñador.
***
Tic-tic. Tic-tic.
¿Aquel ruido, produciríalo la fina copa de Bohemia, en la que ella, la madrugada anterior a su horrible traición había bebido champaña hasta embriagarse? Bien pudiera ser que el glorioso cristal conservara aún la alegría de haber estado en su boca, de haber vibrado en sus dientes. ¿Acaso quien probó una vez de sus labios logró olvidarla nunca?
Mas no, no era tampoco el fino cristal de Bohemia, pues ya recordaba que la Bebedora, en un raro acceso de júbilo, había arrojado la copa al suelo, pisoteándola después hasta reducirla a añicos bajo el rojo tacón de sus botitas, mientras se reía como una loca.
***
Tic-tic. Tic-tic.
Veamos, veamos quien es el importuno que así se atreve a profanar la quietud del sueño, y lo que es peor aún, a despertar la imagen de la Perjura que ha jurado olvidar a todo trance.
Esto diciendo, Gontrán saltó de la cama y se puso a buscar.
Todo lo registró el pobre amante abandonado: la alcoba, el contiguo “boudoir”, lleno de perfumes femeniles y de recuerdos turbadores; el saloncito azul en donde ella, los jueves, radiante de hermosura y gracia, servía su “five o’clock tea” a los íntimos; el largo corredor; el vestíbulo que conducía a la planta baja; la alameda de los tilos con su banco de piedra que sabía de muchos coloquios ardorosos; el estanque de los cisnes; y por último, la selva limítrofe.
¡Inútil pesquisa!
Y para desesperarle más, a donde quiera que iba llegaba junto a él, tal vez más perceptible a cada paso, el irritante rumor.
Tic-tic. Tic-tic.
Parecía como si la Fementida, oculta tras algún biombo, se burlara de él con su pequeña carcajada irónica.
Y esta ilusión se hizo más completa cuando se acercó a la “chaise longue”, mudo testigo de tanta escena amante...
No, tampoco... Allí sólo encontró una liga con el monograma de la Desleal grabado en la hebilla de oro.
Gontrán se dejó caer en el mueble, y presa del mayor abatimiento cruzó las manos sobre el pecho
Tic-tic. Tic-tic.
–¡Ah, traidor! ¿Eres tú quien la guarda? Espera... espera... Y en dos saltos llegó junto a la panoplia.
Esta vez vaciló antes de escoger.
¿Sería la fuerte lanza del buen Cid, Rui Díaz, Castellano de Vivar, ante cuya arremetida desmoronábanse las torres y rendíanse los alcázares?
Gontrán examinó con sus dedos la aguzada punta.
No, era muy roma.
¿Vibraría la flecha del feroz Caonabo, indómito cacique de Managua y primer héroe de la libertad en el continente del Nuevo Mundo?
Gontrán la pulsó con la vista.
Tampoco, era muy débil.
¿Serviríale la gumía de filo envenenado, obsequio de un cazador de leones númidas?
Gontrán midió la hoja.
Imposible, era muy corta.
¿El alfanje turco tal vez?
Gontrán lo blandió en el aire.
Menos aún, desconfiaba de su temple.
¿La espada del centro, una tizona enorme, compañera fiel de Oliveros, par de Francia, y gemela de Durandarte?
Para probarla, Gontrán descargó un tajo sobre la maza que había pulverizado, además del cronómetro inglés, tantos yelmos sarracenos.
Y la maza quedó partida en dos.
Tic-tic. Tic-tic.
–Espera... espera..., decía Gontrán mientras afilaba el templado acero.
Tic-tic. Tic-tic.
Diríase que la risa (pues ya no quedaba duda de que era su pequeña carcajada) se hacía más y más burlona.
–Espera... espera... Y con perfecta sangre fría, apoyó el pomo de la espada contra la pared, y cuidadosamente, muy cuidadosamente, púsose la punta en el costado izquierdo.
Tic-tic. Tic...
Gontrán apretó con fuerza y... rodó por el suelo.
¡Oh rabia! la espada se había partido.
En tanto, dentro del pecho resonaba, más burlona que nunca, la pequeña carcajada de la Inolvidable.
Tic-tic. Tic-tic.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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La inolvidable | 15:24 | Read by Alba |