Memorias de cocina y bodega


Read by Alba

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DESCANSO XIII

Seguramente que la cocina es una de las cosas más características de nuestra tierra, junto con la arquitectura colonial, la pintura, la alfarería y las pequeñas industrias del cuero, de la pluma, de la palma, de la plata y del oro. El guiso mexicano y la jícara pintada con tintes disueltos en aceite de chía obedecen a un mismo sentimiento del arte. Y se me ocurre que la manera de picar la almendra o triturar el maíz tiene mucho que ver con la tendencia a despedazar o «miniaturizar» los significados de las palabras mediante el uso frecuente del diminutivo.

Esta tendencia al diminutivo va de lo sublime a lo ramplón, manteniéndose generalmente en el nivel medio de la cortesía; y lo mismo puede ella apreciarse en el habla popular de los mexicanos que en la poesía superior: «Un poquito de ensueño te guiará en cada abismo… Vengo chinita de frío… Soy cosa tan pequeñita…» decía Nervo.

Hay en esto su semilla andaluza. Hace años, yo sentía el calosfrío mexicano oyendo cantar a la gitana Pastora Imperio: «¡Y es lo uniquito que siento!», o a Dora la Cordobesita: «S’a riaíto Triana», es decir: Triana se ha riadito, se ha riado, se ha inundado con el río. Diminutivos extravagantes que hacen recordar aquel atroz gerundio en diminutivo que, por respeto al juez, usó el indio jornalero para explicar lo que estaba haciendo la adúltera. Y de igual modo, entre cariñoso y cruel, apretaban la lengua los campesinos de mis montañas natales cuando, viéndome errar el tiro, me consolaban con esta palabra microscópica: «¡Ya meritito le daba!»

Nosotros creemos que esta cosquilla sensual del diminutivo es una emanación asiática, que nos llega del Pacífico entre los demás primores chinescos traídos por la Nao de Oriente hasta el puerto de Acapulco, durante aquellos tres siglos densos del virreinato que fueron fraguando, sordamente, el metal del pueblo mexicano.

Esta puntita de puñal del diminutivo conviene al pueblo que, en un alarde del tacto, viste pulgas y hace con ellas un cortejo de novios; al pueblo que parte en dos algunos cabellos a lo largo de su temblorosa historia; al que sabe, cuando es preciso, hacer rendir —en las fatigosas jornadas del combate— toda su energía a la molécula de maíz o a la gota de agua, aprovechando hasta el fondo su virtud nutritiva, en menos que milimétrica perfección. No hay que asombrarse: tal es el milagro de la Hostia Santa, juntar en leve pretexto de materia todo el poder de Dios.

La técnica de lo pequeño, aplicada a las artes del paladar, nos llevaría a hablar del «pinole», último residuo de la trituración de cereales: maíz «cacahuacintle» o maíz esponjado que se ha tostado previamente, molido al «metate» con canela y con «piloncillo», que es el azúcar negro, anterior a la refinación; hay quien añade cáscara de naranja seca y molida. Esta golosina se encuentra ya por los límites de la materia, a punto de confundirse con el vaho. El solo aliento basta para absorberla o repelerla, y por eso dice nuestro refrán:«No se puede chiflar y comer pinole», que vale: «No se puede repicar y andar en la procesión». Quien come pinole, como quien come polvorones, tiene que cerrar bien la boca; y el que no sabe comerlo, se ahoga, porque —como dice la gente— «le da en el galillo».

Pero el sentido suntuario y colorista del mexicano tenía que dar con ese lujoso plato bizantino, digno de los lienzos del Veronés o mejor, los frescos de Rivera; ese plato gigantesco por la intención, enorme por la trascendencia digestiva, que es abultado hasta por el nombre: «mole de guajolote», grandes palabras que sugieren fieros banquetes.

El mole de guajolote es la pieza de resistencia en nuestra cocina, la piedra de toque del guisar y el comer, y negarse al mole casi puede considerarse como una traición a la patria. ¡Solemne túmulo del pavo, envuelto en su salsa roja-oscura, y ostentado en la bandeja blanca y azul de fábrica poblana por aquellos brazos redondos, color de cacao, de una inmensa Ceres indígena, sobre un festín silvestre de guerrilleros que lucen sombrero faldón y cinturones de balas! De menos se han hecho los mitos. El mole de guajolote se ha de comer con regocijo espumoso, y unos buenos tragos de vivo sol hacen falta para disolverlo. El hombre que ha comulgado con el guajolote —tótem sagrado de las tribus— es más valiente en el amor y en la guerra, y está dispuesto a bien morir como mandan todas las religiones y todas las filosofías. El gayo pringajo del mole sobre la blusa blanca tiene ya un pregusto de sangre, y los falsos y pantagruélicos bigotes del que ha apurado, a grandes bocados, la tortilla empapada en la salsa ilustre, le rasgan la boca en una como risa ritual, máscara de grande farsa feroz.

Y he aquí que hemos trepado del diminutivo al aumentativo por la escala de una misma sensibilidad, porque es una misma la fuerza que hace vibrar los átomos y los mundos. Y esta audacia ciclópea que es el mole de guajolote —resumen de una civilización musculosa como las de Egipto y Babilonia— surge de una manipulación delicada, minuciosa, chiquita. Manos monjiles aderezan esta fiesta casi pagana. «Entre los pucheros anda el Señor» —dice Santa Teresa—; y las monjitas preparan el mole con la misma unción que dan a sus rezos.

Por curiosidad, y aunque no sea el mole clásico, quiero trasladar aquí esta fórmula tomada de las Recetas prácticas para la señora de la casa, sobre cocina, repostería, pastelería, nevería, etcétera, recopiladas por algunas socias de la Conferencia de la Santísima Trinidad para sostenimiento de su Hospital, piadoso libro publicado hará casi un siglo en Guadalajara de México. Atención a los primores del diminutivo, el expreso y el tácito:

GUAJOLOTE EN MOLE POBLANO

A un guajolote, cuarenta chiles pasillas tostados y remojados, cuatro piezas de pan y unas tortillas tostadas en manteca, dos cuarterones de chocolate, una poca de semilla de chile tostada; de todas especias, poquitas; y ajonjolí, también tostado; todo esto bien molido se deslíe en agua y se fríe en manteca; se acaba de sazonar con un polvo de canela, tantito vinagre y un terroncito de azúcar. Estando sazonado, se le agrega el guajolote, hecho cuartos.

Para llegar al mole de reglamento, ya se ve, nos está faltando la almendra; y ya el chocolate es aditamento de lujo. Pero aquí la iniciativa y el temperamento personal tienen su parte, que es la función del libre albedrío dentro de las normas del destino. Hay recetas que traen nuez moscada, pepitas de calabaza, chile ancho, clavo, un diente de ajo, cebolla desflemada, perejil molido, comino, pimienta, cacahuates, rebanadas de naranja agria, laurel, tomillo, y hasta ciruelas y perones, y algún cuartillo de Jerez (las cocineras mexicanas dicen siempre: «Vino-Jerez»); porque el pavo se ha de servir entre un resplandor cambiante de aromas y sabores, como otra nueva cola tornasolada a cambio de la que ha perdido en el trance.

Pero quien quiera la descripción más cabal, «sensible» y graciosa del mole de guajolote, lea la página del colonialista don Artemio de Valle-Arizpe, hombre de aguda pluma y de fino paladar, quien nos hace asistir a la génesis del portento, preparado por sor Andrea en el Convento de Santa Rosa, Puebla de los Ángeles.

La cocina inspira al pintor. Recordemos los bodegones flamencos, con sus tajadas de carne y las «mal formadas verrugas» de las toronjas, que decía Lope —hijas, aquéllas, de los pinceles de Rubens, y éstas, de los pinceles de Snyders—. ¡Pronto, Diego, que la india ha vuelto ya del mercado, y derrama sobre la mesa la abigarrada cosecha del «recaudo», en yerbas y en verduras, y todo el paraíso recobrado de las cosas frutales! El guajolote, pardo, blanco y rojo, yace como una monarquía derrumbada. Empieza la tarea, y adelantan en formación de ataque los tarros de especias… ¡Ay, si las especias cantaran, qué cosas cantarían! ¡Mal año, entonces, para don Luis de Córdoba, abuelo natural del churrigueresco mexicano!


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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