El último ramo


Read by Alba

A Federico Uhrbach

Era una tarde de carnaval. La amplia calle, las aceras, los portales y los balcones rebosaban de mujeres vistosamente ataviadas. El panorama contemplado desde lejos, sugería a la extasiada fantasía la idea de una gigante enredadera que, cuajada de flores precio sísimas, trepara las columnas y muro de los edificios hasta alcanzar el techo.

Mi compañero, un poeta, amable cincelador de verso aristocrático, tendió su vista de águila para abarcar los garridos atrincheramientos de las beldades, y luego, con fruición no exenta de cándido orgullo, contempló nuestros pertrechos de asalto. Una montaña de flores colmaba la elegante victoria. Procedimos al orden de batalla: claveles, pensamientos, miosotis, en manojos primorosos, serían simples proyectiles, y tuvimos por granadas explosivas, de uso especial, los pomposos ramos de crisantemos y los de olientes rosas.

Yo dicté el plan general: nada de tonterías, que no haya un solo desperdicio, que no se diga de un derroche imbécil. A las bonitas únicamente, y adelante.

En menos de dos horas nuestro almacén de guerra se vio exhausto. Sólo un ramo quedaba. Era un precioso ramillete de rosas en botón que ambos habíamos respetado por acuerdo tácito, sin duda por ser el más hermoso.

–¡Para la más bella! dijo mi generoso compañero al cedérmelo, con el deslumbramiento de las rosas en sus grandes ojos de poeta.

–¡Para la más bella! grité enardecido.

Y de pié en el carruaje que avanzaba al paso, comenzamos la revista de las beldades. Este ramo... ¡Oh! este ramo no saldrá en ningún caso de mis manos, para rodar hecho alfombra a los pies de una Exquisita.

De pronto, una grande ola humana, hirviente y ruidosa, en el delirio de la fiesta, detuvo nuestro coche. En aquel punto, la gigante enredadera, a ambos lados de la calle, se estremecía bajo un inmenso soplo de febril entusiasmo, mientras en una ventana asomaba tímidamente su cabeza una mujer aislada. ¿Qué edad tendría? Imposible precisarlo, pues era uno de esos originales que la misma Adolescencia sorprende con la frente surcada de arrugas, y lo que es peor todavía, con el alma henchida de penas y de lágrimas. Infelices viajeras de la vida, extranjeras aún en sus mismas caravanas, que llegan al término fatal sin que una vez siquiera la amistad las acaricie entre sus brazos ni el amor las bese en la boca.

Asomábase ésta a su ventana en la actitud medrosa de su vida siempre humillada; en su marchita frente, en la expresión de sus ojos desolados, en la contracción de los labios, había algo de una infinita tristeza, insólita.

Mirándola así en la fascinación de aquella fiesta que jamás fue para ella, de aquellos homenajes que nunca le habían sido tributados, de aquellas aclamaciones que su miserable feminilidad no había alcanzado ni una vez... Mirándola así, aspirar aquel triste ambiente que en sus pulmones debía penetrar cual hálito ponzoñoso de dolor, de injusticia, de inconformidad, sentí como la alucinación de un gran martirio, de un martirio lento, silencioso, crudelísimo, nunca reparado por nadie, y como un devoto de la suprema compasión, arranqué mis rosas y las arrojé en pétalos sobre aquella frente abatida.

Mi compañero me estrechó entre sus brazos.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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