La condesita del castañar


Read by Alba

A Don Ramón María del Valle Inclán

La pequeña Susana, nueva doncella de la Condesita del Castañar, no puede ocultar ni su pena ni su inquietud. Va, viene, se desespera. Ora apoya la frente contra la puerta de la alcoba, donde su joven ama debe estar padeciendo las más espantosas torturas; ora se arranca de allí para no escuchar, para no saber nada. Y se retuerce las manos, y llora en silencio, y reza.

Pobre doncellita tan compasiva y tan adicta. Hace ya algún tiempo, más de una hora tal vez, que aquella angustia la ahoga, apretándole el pecho hasta rompérselo. Ella hubiera querido estar junto a su ama, prodigándole sus cuidados, consolándola, fortaleciéndola, besándola en los pies; pero la Condesa, que bajo el exterior blanco y delicado de un lirio guarda el alma orgullosa de su rancia estirpe, con un altivo gesto impaciente la hizo salir de la alcoba, quedándose sola. ¡Sola con su verdugo!

Sí; un verdugo. ¡Quién lo había de pensar, que aquel señorito de modales suaves, de mirada bondadosa, de rostro tan bello, fuera un verdugo! No era Susana una muchacha curiosa, mas el caso era excepcional, y así fue cómo, al breve rato de haber salido, cerrada ya la puerta de la alcoba, pudo ella escuchar la voz del uno, acariciante, ¿quién lo negaría? pero enérgica y varonil, y el rumor de la otra, que era como un ruego, como una queja, como un arrullo.

Y tras algunos minutos que fueron muchas horas de sufrimiento, Susana creyó escuchar súplicas entrecortadas y apagados sollozos. Después vibró la cristalina carcajada de la Condesa, cual si hubiese caído presa de una crisis nerviosa.

Y la doncellita se la representaba en el rojo sillón, sin fuerzas, agotada bajo el terrible instrumento, o desmayada quizás sobre la “chaiselongue” donde ella acostumbraba a reclinarse en las horas del bochorno.

Escuchad...

Esta vez el eco repercutía claro, distinto: aquellas eran súplicas, eran sollozos, eran dulcísimos lamentos.

¡Dios mío, Dios mío! y el señor Conde ausente como todos los días a esta misma hora.

Resonaron lo pasos en la alcoba. ¿Por ventura habría todo terminado?

De un salto Susana se apartó. No quería ser sorprendida allí, junto a la puerta, en asechanza, como una vil espía. ¡Eso jamás! La indiscreción de una doncella fue siempre el vicio más detestable a los ojos de toda dama principal. Ni quería tampoco alejarse demasiado, sino mantenerse a la mano por si su querida señora tenía necesidad de algún cuidado. Y para verla también. ¡Oh! debía estar muy interesante con sus rubios cabellos en desorden, la faz pálida, los ojos tristísimos, y en los labios la huella del infame instrumento torturador. Por fortuna, ya nunca más se necesitarán los servicios de este señorito que a pesar de su hermosura y su distinción es un verdugo.

La puerta se abrió y aparecieron...

Ella... En verdad os digo que estaba interesantísima, encantadora, exquisita. El adorable desorden de sus cabellos precipitábase en cascada por los hombros como una prodigiosa lluvia de fuego, y bajo sus reflejos la blancura de la garganta adquiría el tono esplendoroso de la nieve intocada.

Pero no, la Condesita no estaba pálida, sino encendida como una ardiente amapola, y eran sus ojos dos estrellas alegres, y tenía los labios húmedos, húmedos y brillantes cual si hubieran devorado mucha miel, toda la miel de un riquísimo panal.

Él le tendió la mano preguntándole:

–¿Cuándo podré volver?

–Mañana... Todos los días a esta misma hora.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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