El artículo 438


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Así, poco a poco, los dos amantes habían olvidado sus temores. Se habían acostumbrado a convivir, como si fuesen un verdadero matrimonio, sin darse cuenta de lo que existía de anormal en su situación.

Habían llegado a olvidarse del marido. Este no existía para ellos, no tenía razón de existir. Cada vez pasaban más tiempo juntos y con menos recato.

Se habían ido acostumbrando a hacer la vida en común sin darse cuenta. Él se quedaba en el carmen a almorzar y a comer, la acompañaba todo el día y se pasaba la noche a su lado. Sólo, por un resto de pudor ante los criados, salía Jaime por la mañana, cuando todos dormían aún, para volver cuando se habían levantado. No veía la especie de hostilidad de toda aquella gente, que se creía humillada con la falta de respelo al dueño; algo así como si la señora les faltase a ellos también y creyera que los engañaba con aquella hipocresía, cuando, después, veían a Jaime entrar en su alcoba, y pasar el día cerca de ella, con una intimidad que no se cuidaban de disimular.

Ninguno de los dos parecía conceder importancia a la atmósfera que se iba haciendo en torno suyo. Se operaba una reacción en favor de su marido. Ya no se hablaba de sus vicios y sus groserías.

—¡Pobre hombre!—decían las comadres en sus murmuraciones—Lo habíamos juzgado mal. Ha tenido que irse y dejarla por no poderla sufrir.

—Pero ella no era así antes—solía decir alguna.

Entonces otra se acercaba para decirle una palabra al oído y le preguntaba después.

—¿Sabes?

Era monstruoso que una mujer se negara a pagar el débito conyugal. ¿Para qué se había casado? Las mujeres que no cumplen su obligación son las responsables de cuanto puede hacer el marido. Seguro que si se confesara no le echarían la absolución.

—Y teniendo una hija—decían, en el colmo del escándalo.

Todas habían dejado de ir a visitarla, y volvían la cabeza para no saludarla en la calle. Se sentían felices de poderse vengar de la superioridad de su belleza, con la superioridad de una virtud que no existía a veces más que gracias al misterio en que envolvían sus deslices oó por la fealdad que las había hecho respetables.

En cambio, los hombres se atrevían a dirigirle miradas y frases desacostumbradas, con unas risitas que parecían aguardar su turno.

A veces el rumor de las injurias llegaba a oídos de los amantes.

—La gente es desconsiderada y cruel—decía María de las Angustias—. Ya, porque me ven feliz, no se acuerdan de todo lo que yo he sufrido. Ahora todos compadecen al pobre marido y a la pobre hija. No ven cómo el primero ha pisoteado mi corazón, mi alma; como ha roto una a una todas las ternuras que se abrían para él en mi espíritu; y lo que más me indigna es que tomen como pretexto para tener razón el nombre de los hijos. Se habla del amor de los hijos para oponerlo a la pasión, sin ver lo distintas que son ambas cosas. Los hijos no nos pueden amar, no nos aman nunca. Pequeños, son incomprensivos, están fuera de nuestros sentimientos y de nuestra vida. Mayores, se separan por el egoísmo poderoso de los suyos. Los adoramos, los protegemos, pero es una pasión toda abnegación, sacrificio, sin reciprocidad. No es en el corazón de los hijos donde puede reposar nuestro corazón agitado; no pueden ser los compañeros en esta época de la vida en que ellos son niños ignorantes y la pasión enciende nuestra sangre. Así como nosotros no los comprenderemos después. ¿Para qué ese absurdo de pretender que la maternidad borre nuestra ansia de amar?

—No es preciso que hagas esos razonamientos delante de mí, María de las Angustias; no necesitas justificarte a mis ojos. Yo te comprendo y te respeto tanto como te amo. Son los otros, los empedernidos, los que no se convencerán nunca. Se puede tocar a todo lo que hay de más respetable en las viejas creencias de la humanidad con tal de no tocar a la organización de la familia, baluarte de los hipócritas, que se atrincheran en él.

—Bueno. ¿Y que más me da con tal que me quieras tú?

—Ya sabes cómo te adoro.

—Eso me hace tan feliz, que en vez de sentir rencor por todas esas pobres gentes que me censuran, siento una gran piedad. Ellas no son amadas como yo. No conocen esta inmensa felicidad de un cariño como el nuestro.

Todo contribuía allí al optimismo: el ambiente de la ciudad clara; la Naturaleza propicia al amor que se respiraba en el carmen. Era la casa hecha para no tener que salir a la calle, para aquella vida moruna y sedentaria. Rodeada de jardín, con jardín en todos los pisos, según la costumbre árabe, aprovechando los desniveles del terreno, todas las habitaciones tenían en las paredes multitud de hornacinas, para colocar ramas de flores y alcarrazas, que daban un aspecto de juventud y alegría.

No salían a la calle las mujeres más que en contadas ocasiones. La belleza estimada era la de las mujeres metiditas en carne, con la piel muy blanca y los cabellos muy lucientes, como las creaba la vida de inmovilidad.

Paseaban por los jardines, y mejor aún por los terrados. La construcción de las casas con terrados era característica de Granada. Lo mismo son en los cortijos de la Vega, en el Albaicín y en las calles pobres de la ciudad; mujeres, hombres y chiquillos desgalichados y harapientos buscaban la solana o la umbría, según la estación, para tenderse en su pereza, contemplativa en apariencia, pero vacía en realidad, sin pensamiento alguno, felices de no sentir su vida y do sentirse vivir. Las mujeres ricas o acomodadas vivían en los terrados y azoteas, donde se ocupaban en una labor que no se acababa nunca, o en la lectura de un libro que se llevaba meses. Los maridos se iban al café, a conversar con los amigos, y ellas pasaban la vida en sus terrados o en algún rincón del patio-jardín, en su pereza y en su hastío.

María de las Angustias estaba como redimida de ese ambiente. Ella y Jaime pasaban dulcemente la existencia en aquel fondo de casa, donde todo les era conocido y familiar. Se sentían dichosos frente al optimismo de las mañanas claras, en el cenador rodeado de madreselvas y de jazmines, esos jazmines blancos, perfumados, de Andalucía.

Veían a un lado tenderse la Vega, fecundada por el Darro y el Genil, con la exuberancia de los bancales de hortalizas en su sazón, y los campos de mieses que comenzaban a madurar. A su espalda se destacaba el bosque de la Alhambra, como una mancha de verdura, rodeado de las murallas y torreones, centinelas de los palacios que guardaba en su centro.

Allá, a lo lejos, en el fondo, la Sierra Nevada, azul pizarra, con el blanco sudario de la tumba de Muley-Hassen en su cima, se confundía con el cielo. Había algo do muy pasional en el ambiente. Aquella naturaleza fuerte, montañosa, incitaba a la pasión. Se respiraba una atmósfera de sensualidad en el olor de las flores, entre cuyos pétalos se incubaba la semilla reproductora. Era todo un poema de pasión de las plantas, que se fecundaban enviándose a distancia besos de polen, de los nenúfares que subían a la superficie de los estanques para cumplir bajo la luz de las estrellas el misterio de su fecundación. Era todo madurez y plenitud en aquel otoño espléndido. Las higueras, henchidas de savia lechosa, esparcían su olor tónico, cargadas de higos, que se partían y dejaban escapar gotas de almíbar, donde se engendraban millones de mosquitos.

Libaban las guerreras abejas de cobre la miel que se escapaba de las flores y las frutas maduras; abrían las allozas sus conchas de veludo para mostrar la madera endurecida que cubría su fruto; las vides, con las ubres de los racimos llenas de zumo, doblaban los sarmientos bajo su peso; se partían las granadas maduras, con sonrisa de coqueta que entre labios jugosos muestra la simetría de sus dientes; los olivos dejaban caer en torno la aceituna, con fuerte olor a óleo; mostraban los maizales la esbeltez de sus cañas, coronadas del florón de sus cabos, llevando en cada nudo una panocha vestida de seda y cubierta por el manto de estameña, bajo el que se vislumbraban las cabelleras de oro.

A la orilla del río gemían los cañaverales, con su melancólico rumor de hojarasca, y los sauces, los enamorados del agua, eternamente atormentados por alcanzarla, tendían hacia ella las largas hojas, tentáculos sedientos y ansiosos en su tormento insaciable.

Jaime, hijo de labradores, acostumbrado al campo en su infancia, conocía todas las plantas y experimentaba la influencia del encanto de la Naturaleza, con un deseo de quedar siempre allí, cerca de María de las Angustias, en el ambiente apacible y sano.

—El único defecto de esta casa—decía—es el estar aún demasiado cerca de la ciudad. Es la proximidad de las gentes ciudadanas lo que nos estorba para ser dichosos.

—Yo vivo como si no existiera nada en torno mío más que tú. Eres lo único que llena toda mi vida—respondía ella.

Y en un olvido completo de su situación, hacían planes para lo porvenir.

—¿No te irás nunca de mi lado?—preguntaba María de las Angustias.

—Nunca. Me estableceré en Granada y viviremos juntos siempre.

Había en el fondo de los dos como una seguridad de que Alfredo no volvería. Él no amaba a su mujer, se conformaría con tener su dinero; y una vez arruinada no pensaría más en ella. Tenían como la impresión de que un día iban a ser libres y dueños de unir legalmente su destino. Se consideraban ya esposos, unidos por un verdadero amor, por una ternura en que entraban todos los matices de la pasión y de la dulzura de un cariño protector y familiar.

Jaime se ocupaba de la educación de la niña, de sus maestros, de sus estudios, como si se tratase de su propia hija; aconsejaba a María de las Angustias, enseñándole la ciencia de la vida, que ella ignoraba, para conducir su casa y sus asuntos.

Habían lieeho el sacrificio de la fortuna de la joven para lograr su tranquilidad; pero Jaime se ocupaba de salvar y hacer producir las cantidades que ella podía economizar para lograr una renta segura y modesta que la pusiera a cubierto de la miseria el día que la disipación de Alfredo la llevase al desastre final.

—Esto es sólo por tu hija—le decía—; para ti seré yo dichoso trabajando y nada te faltara.

A pesar de su seguridad, de vez en cuando sentían un vago temor.

«¿Convendría alguna vez a los planes de Alfredo volver cerca de su mujer?», se preguntaban a veces. «¿No habría algo que le instara a querer deshacerse do ella?», pensaban otras.

Sin embargo, la vida, poderosa y avasalladora, en su juventud y su pasión, los hacía olvidar todo temor para entregarse a la embriaguez de su cariño, sin pensar en nada que no fueran ellos mismos.

—Después de todo—se decían—, no habrá nada capaz de separarnos, y eso es lo único que nos interesa.

Se sentían capaces de defenderse contra todos escudados por la fuerza de su pasión.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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