Como flor de almendro


Read by Alba

Ansiosa, acodada sobre la barandilla de popa, fijaba con insistencia los ojos en el horizonte, como si quisiera dar fuerza a sus pupilas para rasgarlo y descubrir la tierra.

La marcha tranquila del vapor la exasperaba en aquellos momentos en que rugía la tempestad dentro de su alma; hubiera querido montañas de olas que le arrojasen sobre la playa roto y maltrecho, con la velocidad del rayo.

Toda la noche la había pasado allí, fija la mirada en el horizonte, y a los primeros albores de la mañana, la faja plomiza delataba la proximidad de la costa.

El capitán había dicho que entrarían en el puerto a las diez de la mañana. ¡Cuántas horas aún! ¿Llegaría a tiempo? A esta pregunta, su corazón se angustiaba, y su garganta se oprimía con las agonías del llanto.

¡Si pudiera salvar la vida de aquel hombre con la suya! ¡O a lo menos decirle sólo una vez cuánto le amaba! ¡Pero pensar en que muriera así, lejos de ella!... ¡Sin haberle dicho la primera frase de amor!

Había recibido ia carda de Roberto ocho días antes. Una carta tristísima, de pocas líneas, escritas con mano trémula:

«Te amo, Catalina, permíteme que te lo diga una vez, ahora que voy a morir... Perdóname que se escape de mi alma en este momento supremo mi pasión; olvídala luego... Conserva en tu memoria al amigo, al hermano...

«ROBERTO.»

¡Roberto le escribía aquella carta! ¡Roberto la amaba e iba a morir! Se revolvía poderosa en su alma la pasión... Ella le amaba también. En un momento se decidió: lo dispuso todo en pocas horas, y le expidió un telegrama que revelaba el estado de su espíritu a pesar del laconismo de sus frases:

«Espérame. Corro a tu lado. Te amo.

«CATALINA.»

Y el viaje duraba ocho días. ¿Tendría bastante fuerza el amor, para ordenar a la muerte? «Espérame. » ¿Llegaría a tiempo? En aquella larga noche pasada sobre la cubierta, le parecía haber vivido una eternidad de ansias.

***

Llegó el momento de desembarcar... Recorría los grupos, miraba a todas las gentes... ¡Ni un rostro conocido!... Sentía miedo de preguntar y deseos de saber.

Ya iba a subir al coche, cuando una voz dulce hirió su oído:

—¿Dona Catalina Rubio?...

Volvióse vivamente y se encontró en presencia de una hermana de San Vicente de Paúl; le cogió las manos ele un modo instintivo, preguntando:

—¿Vive?...

Sobre el rostro dulce de la monja se extendió una ligera palidez, e inclinó la cabeza mientras murmuraba tristemente:

— ¡Resígnese con la voluntad de Dios, señora!

***

Sor Ángeles había acercado el sillón de Catalina a la ventana del hotel, y la joven contemplaba tristemente el mar. Su semblante demacrado y pálido, estaba iluminado en los pómulos por el fuego de la calentura, que hacía fosforecer sus pupilas entre lágrimas,

—Señora—dijo la monja—, se está usted matando; es preciso ánimo, valor...

—¡Oh! Hermana, ha llegado muy dentro de mi alma esta pena... Roberto era lo que más amaba en el mundo, y ha muerto sin podérselo decir... no me ha esperado... ¿Llegó al menos a sus manos mi telegrama? No me engañe...

—Sí, sí; llegó... y le dijo lo que ya había adivinado él con su clarividencia de moribundo... lo que ya habíamos adivinado los dos.

—¿Cómo?

—Muchas veces el infeliz me llamaba para contarme sus cuitas, evocaba minuto por minuto las horas pasadas al lado de usted. Me eran familiares, señora, antes de conocerla, sus gestos, sus movimientos, sus trajes...

—¿Entonces usted sabe?...

—Todo. Roberto la amó cuando usted, enamorada de otro hombre, no pudo parar mientes en su pasión. El se alejó creyéndola feliz, y volvió en los amargos días de la desgracia.

—Y yo ciega, torpe, obcecada, le acogí, no por sus méritos, sino por el recuerdo de aquel otro hombre... y siempre le hablé de él... y cuando sentí la influencia del cariño en que me envolvía Roberto, de su ternura, cuando yo también le amé... las frases de amor que le dirigía llevaban otro nombre.

—¿Y cree usted que él no lo supo? ¿Que no lo adivinó?

— ¡Oh! Y entonces, ¿por qué se alejó de mí?

—Misterios, amiga mía, misterios... Dichosos los seres que saben entregarse al sentimiento sin estúpidos análisis que les destrocen el corazón, sin filosofías inútiles que les torturen el cerebro...

—Sor Angeles... ¡Se diría que usted ha amado!

Sacudió la monja la cabecita cubierta de blancas tocas, y mirando con sus ojos azules a Catalina, dijo con voz firme y resuelta:

—Si; yo he amado... Ei amor no ofende jamás al Señor... y que Él me perdone si lo evoco para consolar a usted hoy, puesto que dolores hermanos hallan una dulce sedación al confundirlos.

Le tomó ia mano y continuó, acariciándola entre las suyas:

—Sí; yo también, la monjita, he tenido un amor en el fondo del alma... muy grande... Aun se mezcla un nombre en mis oraciones y una imagen se coloca entre el altar y yo...

— ¡Hermana!

—¡No me reconvenga, señora; lo que la Naturaleza sanciona, Dios lo quiere.

—No, no, hermana; Dios no puede sancionar la muerte, la desesperación... y la consiente la Naturaleza.

—Señora, somos nosotras las que nos creamos estas situaciones, las que vamos hacia la muerte... Si tuviéramos valor para ser sinceras, si dejásemos hablar al sentimiento, nos ahorraríamos muchos dolores. Yo pude ser feliz, amé a un hombre con toda la fuerza de mi alma y no fui capaz de confesárselo... Pesaron sobre mí consideraciones absurdas... costumbres... amor propio...

—¿Y él?

—Fue víctima de idénticos prejuicios. Era pobre y temió parecer ambicioso... Sentó plaza de soldado, se fue y yo lo dejé partir... No conocía su cariño hasta que me lo reveló la desgracia.

—¿Cómo?

—Ei infeliz murió en campaña... Los que le asistieron en sus últimos instantes enviaron a la familia las ropas y efectos que le pertenecieron. En el escapulario, manchado de sangre, llevaba por el reverso la imagen de la Virgen del Pilar, que le dio su madre al partir... por el anverso mi retrato con estas palabras escritas debajo: Mi mañica... Murió besando el escapulario por el anverso... y jamás nos habíamos dicho una sola frase de amor.

Se hizo el silencio y rodaron lágrimas por las mejillas de las dos mujeres...

—Yo he renunciado al mundo y no he podido renunciar a su recuerdo...—continuó Sor Angeles—. Para olvidarlo no valía la pena de buscar la quietud... Me he hecho hermana de la caridad para cuidar a los tristes, a los heridos, a los que mueren, lejos de los que aman... Cuando beso sus frentes, en la paz del eterno reposo, pongo en mis labios besos de madre, de hermana, de amante ausente... Yo besé asi a Roberto...

—¡Ay!—gimió Catalina—. Yo no he podido darle el beso que quema mis labios.

—Dios es amor, hermana—-continuó la monja—, pero un día yo sentí remordimiento de abrigar una pasión humana. Me eché en brazos de mi madre, y por vez primera mis labios hablaron de amor... Se lo conté todo a aquella santa mujer de cabellos blancos... y mi madre lloró conmigo... Lágrimas benditas que cayeron como rocio en mi corazón... Dudar de mi madre, tan buena y tan pura, sería dudar de Dios... y ella me besó... me bendijo... La infeliz vivía también torturada por un amor que no reveló jamás. Se había casado con mi padre porque amaba a un hermano de éste, esposo de una mujer hermosísima cuando se conocieron... Mil detalles le revelaron después que su pasión era correspondida, pero no se lo dijeron nunca... Mi santa madre mezcló en sus besos a mi padre el deseo del que amaba... y fue buena y virtuosa... siempre... Mi madre no fue culpable de amar... la absolvía mi corazón y me sentía a la vez perdonada...

— ¡Ah! Sor Angeles, ¡cuánta tristeza encierran sus palabras, cuántas historias de corazones torturados!... En todas partes el imposible separando almas que tienden a unirse.

—Así es la vida—suspiró resignada la monja—, y sin embargo, yo creo que los elegidos son los que saben sentir... los que sufren y aman.

Calló un momento, echó hacia atrás la cabeza y continuó con energía:

—El amor es el Dios todopoderoso que nos hace reyes del universo... ¡Es tan hermoso sentir cómo el corazón se libera, se insubordina; rompe todo molde, todo convencionalismo... se sobrepone a todo... a lo establecido, lo consagrado: leyes, sociedad, religión!... El alma libre no respeta padres, esposas, hijos ni dioses. En la caricia que se hace al marido va envuelto el hombre que amamos; en el beso que se da a los hijos va algo de su esencia; en la plegaria que se eleva a Dios se encierra la súplica ferviente y ansiosa de todos los instantes al que es dios de nuestro ser entero... Visiones, luz, armonía, éxtasis, todo se le dedica. ¿Qué falta hace que lo sepa? Usted muere y yo vivo para un amor imposible... y gozamos. Sin él no hubiésemos conocido jamás la vida...

Catalina la miraba espantada de aquella vehemencia, que hacía temblar todo el cuerpo de la monja.

—Yo estoy sentenciada —murmuró—. ¡Es tan triste morir a mi edad!... Y sin embargo, lo prefiero al martirio de la vida que me aguardaba... yo no comprendo bien todo lo que usted me dice, Sor Angeles.

Sonrió la monja.

— ¡Pobre criatura!—murmuró—. Muere usted de tristeza, y no comprende la felicidad que hay en morir así... con un amor único, grande, poderoso, vivo, eterno, sin miserias ni hastío...

— ¡Hubiera sido tan feliz con Roberto!...

—No, Catalina, no; la felicidad está en la fuerza del sentimiento, en su pureza, en su vaguedad... El amor que no se confesó jamás, el que no fue compartido, el que no se satisfizo nunca... ese es el verdadero amor... Bienaventurados los que mueren guardándolo con toda su pureza dentro del alma... Los que no conocieron la amargura de verlo agotarse y morir; los que no hallaron en la copa del placer las heces de la ingratitud.

—Morir sin haber sido feliz un día... Sor Angeles...

—¿Quién lo es? Cada amor satisfecho engendra el deseo de un nuevo amor... en toda alma de hombre o de mujer existe siempre el vacío de una aspiración y el anhelo de algo entrevisto que no se realizará jamás... forma perfecta... visión indefinida... lo imposible... La concepción del amor es demasiado grande para llegar a materializarse...

— ¡Oh! Sor Angeles. ¿Cómo habla usted así? ¿Dónde ha aprendido usted todo eso?

—Hablo así porque la sinceridad mueve mis labios y no temen formular el pensamiento... ¿Mi ciencia? Es bien escasa... no está en los libros... es ciencia de vida adquirida a fuerza de sondar en las heridas de corazones que salpicaron mi inocencia con su sangre... Lo he aprendido en una triste experiencia, Catalina; en todos los seres existe el germen de un amor imposible... de un sueño que no se realizó... que no se realizará jamás.

—¿De modo, que usted cree que si se hubiese unido a su amado, que si viviera mi Roberto?...

—No hubiéramos gustado este amargo y voluptuoso placer de lo imposible... El amor hubiese huido a formar otro ensueño, asustado de la vulgaridad de las caricias...

Y como Catalina la miraba asombrada de aquellas extrañas teorías, añadió con convencimiento:

—No lo dude usted. El amor más grande es aquel de que sólo tenemos el presentimiento; el que nos produce la misma dulce y vaga ilusión que deben sentir los viajeros que navegad siguiendo la corriente de los ríos sagrados... cuando la brisa de la noche trae basta ellos el aroma de las flores que crecen en sus riberas... de las flores invisibles... de los jardines que no descubriremos jamás... El amor es tan bello y tan frágil como la flor del almendro... Si se toca con los dedos se marchita y muere.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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Como flor de almendro 24:21 Read by Alba