Werther
Miguel Sawa
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Tuvo aquella entrevista el carácter misterioso necesario para toda confidencia. Los dos estaban solos.
Él comenzó a hablar alegremente de asuntos sin importancia, y de pronto, poniéndose serio, con voz lúgubre:
—Tengo el presentimiento, Carlota, de morir muy pronto, y de morir de mala manera. Sí, créame usted—añadió—yo voy a tener un fin trágico...
Carlota le interrumpió riendo:
—¿Va usted a casarse?
—No: ya sabe usted que yo no puedo casarme estando usted casada.
El diálogo se hacía difícil. Ambos guardaron silencio.
—¿Conoce usted las obras de Goethe?
—¿Goethe? ¿El autor de Fausto?... ¡Hermosa ópera!.
Callaron de nuevo. La ignorancia de Carlota—una de tantas mujeres superficiales como pululan por los salones—había disgustado al mísero.
—¿Y por qué la pregunta?
—¿Decía usted? ¡Ah, señora! Porque yo voy a morir lo mismo que el protagonista de una de las más hermosas novelas del escritor alemán: lo mismo que Werther. Sin duda no conocerá usted esa historia, ¿verdad?
—No...
—Una historia muy extraña. Un loco, quiero decir, un enamorado, que se suicida... Una esposa fiel hasta la crueldad... Un marido modelo, o sea un hombre todo lo menos marido posible...
—¿Y qué relación trata usted de establecer entre esos personajes y nosotros?
—Ninguna. A usted no me atrevo a juzgarla; su marido es un marido en toda la extensión de la palabra, y en cuanto a mí...
—Usted se reservará el papel de loco, quiero decir, de enamorado.
Se echó a reir.
—¡Qué romántico es usted!
—Ríase usted todo lo que quiera; pero yo le aseguro que existe una extraña analogía entre mi vida y la vida de ese desventurado Werther. Ambos hemos amado y hemos olvidado más tarde para amar de nuevo. Ambos hemos tenido la desgracia de enamorarnos de mujeres casadas, de mujeres convencidas de su deber, incapaces de anteponer el amor a la honra. Y, por último, para que la semejanza sea absolutamente completa, yo...—¡ah, señora! no se ría usted, hablo con entera sinceridad—tendré el mismo fin que Werther... ¡Me mataré!
Hizo una pausa, una pausa de efecto, y luego, en voz muy baja, como si hablara consigo mismo:
—Sí... el suicidio. ¡La solución de todas las soluciones!
—Amigo mío, ¡que exagerado es usted y qué poco razonable!
Él no le contestó: llevóse las manos a los ojos y permaneció breve rato en silencio, horriblemente emocionado, sin fuerzas para hablar.
—Perdóneme usted—dijo después, algo más sereno.—¡Ah! Debo parecerle demasiado ridículo, ¿no es verdad?
—¡Oh, no! No piense usted tal cosa.
Se puso en pie.
—Dispénseme usted si la he molestado.
—¿Se va usted ya? ¿Hasta cuándo?
El mísero sonrió.
—¡Quién sabe! ¿Acaso tiene usted interés en que vuelva?
—Sí... desde luego. Ya sabe usted que le considero como uno de mis mejores amigos.
Y recalcó esta última palabra.
— ¡Ah, señora! Si usted quisiera...
—Amigo Werther—contestó ella sonriendo —no me pida usted imposibles.
—¿De modo que me condena usted?...
—Sí; a que sea mi amigo.
Y bajando la voz, en tono confidencial:
—¿No exagera usted su amor? ¿No me miente usted? ¿No se engaña usted a sí mismo?
Fue su respuesta una exclamación:
—¡Señora!
—En ese caso, prométame usted no ser tan romántico y tener un poco de paciencia.
Y tendiéndole graciosamente la mano en señal de despedida:
—Quiero que me preste usted esa novela.
—iWerther!
—Sí; deseo saber si existe esa analogía entre usted y ese desgraciado.
—¡Ah! ¡Gracias, Carlota!
—Con que... hasta cuando usted quiera.
Se estrecharon de nuevo las manos.
Dos días después recibió el protagonista de esta historia un ejemplar de la célebre obra de Goethe, acompañado de la siguiente carta, firmada por Carlota:
—... ¡Yo no quiero que tengas el mismo fin que Werther! ¡Ven!
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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Werther | 9:42 | Read by Alba |