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La última pena

Gelesen von Alba

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A la hora de la siesta llovía el sol sus candentes púas en el escueto patio del Palacio de Justicia y una andrajosa muchedumbre se atumultaba a las puertas del segundo salón de jurados pugnando inútilmente por entrar.

En el interior, estaban los bancos de madera repletos de plebe, y sobre la plataforma de los debates, los ciudadanos constituidos en tribunal popular bostezaban en sus desvencijadas poltronas como agobiados por el calor.

En el banquillo del acusado, descansaba un hombre, joven aún, y hermoso, a pesar de la mortal demacración de su semblante.

Su amplia frente, de un tísico blancor y señalada por arrugas prematuras, semejaba una placa de mármol rubricada por las vetas.

Tenía la cabellera aborrascada y totalmente blanca, verde los ojos, aristocráticas las facciones, y la barba mosaica y muy larga… desmesuradamente larga… fabulosamente larga…

Cumplidas las fórmulas de ley, el presidente de la audiencia dijo al procesado:

–Póngase usted de pie.

La lividez del presunto delincuente se acentuó hasta adquirir transparencias de porcelana.

Entorvecióse el peludo ceño del funcionario y clavando en el culpable su penetrante mirada de cuervo:

–Consta en autos, que la occisa era una buena mujer y nunca tuvo usted motivos de queja contra su comportamiento en todo el tiempo en que hicieron vida marital: consta también, que trabajaba para ayudar en el combate de la existencia al que por compañero había elegido: consta igualmente, que era amorosa en el hogar y cumplió con admirable humildad todas las obligaciones que había contraído en el concubinato… ¿Por qué, pues, la asesinó usted de una manera tan alevosa y tan villana?...

–¡La maté… porque de noche… de noche… me daba miedo…!

–Refiera usted con todos sus detalles las circunstancias en que cometió tan feo delito y las causas que concurrieron a determinarlo.

–¡Es un caso estupendo… inverosímil…!

–Relátelo usted con brevedad.

Las pupilas del hombre echaron brillazones de carbunclo, hizo una mueca involuntaria, y luego, con trémulo acento, habló:

–Yo soy muy nervioso… increíblemente nervioso… también soy muy cobarde… ignominiosamente cobarde… Los delirios de persecución desde la más tierna infancia fueron mi tormento… Quedé huérfano en la adolescencia, y aunque de mío soy perezoso, orillado por la miseria solicité ocupación en muchas partes, siendo siempre rechazado por los industriales a causa de mi excesiva juventud… Después de ímprobos  empeños, logré que me aceptara, como ayudante suyo, un anciano fotógrafo que retrataba los cadáveres del anfiteatro… La pitanza era exigua y las labores insignificantes, pues mi única ocupación consistía en preparar la cámara del retratista y luego tomar copias de las negativas… ¡Copias!... de los muertos… de los ajusticiados… de los suicidas… de los ahogados… de las mujeres destruidas por la sífilis… de los que sucumben apuñalados en el hospital… Mal oficio, señor juez…! Mis nerviosidades crecieron paulatinamente hasta adquirir tamaños espeluznantes… De noche no lograba dormir ni un minuto porque veía mi lecho circuido de faces degolladas que reían sin cesar con sus torvas caras de difuntos… ¡Oh, esas carcajadas póstumas, me buscaban en todos los lugares, ensordecían mis tímpanos con sus vibrantes estridencias, obsediaban mi vista, me aniquilaban, me mataban!... Perdí el apetito y la tranquilidad del espíritu, padecí dispepsias y prolongadas crisis morales, enflaquecí como can bohemio a fuerzas de vagabundear por las barriadas cual una sombra escapada del infierno…

Por aquellos días murió repentinamente mi patrón y en su testamento aparecí como único heredero de sus cachivaches y embelecos… Una máquina muy vieja… doce frascos con productos químicos… y… y… una surtidísima colección de horrorosas fotografías… ¡Recopilación de veinte años!... ¡Siniestra herencia!... Lo quemé todo… todo… todo… hasta ver convertido en cenizas el último papel… ¡pero ya era inútil!... Aquellas fisonomías de ultratumba se habían reproducido en mi cerebro alucinándome a toda hora; además, después de verificada la quema esa, me perseguía entre los otros el rostro muequeante de mi protector. Sí, lo veo aún… barbado y formidable… testa colosal y horrendamente fea… ¡de condenado!... Una verdadera cabeza de Ugolino moribundo.

Me di al juego y a la embriaguez con furor de loco. Fui borracho consuetudinario e impenitente tahúr, y las barajas y el alcohol, antes que consuelos, produjéronme efectos indescriptibles… Las visiones crecieron en horribilidad hasta elevar mis terrores a la última potencia… ¡Aquello no era vida!... Busqué entonces un consuelo en la morfina… y lo mismo… En el opio… y las depresiones interiores que se sucedían al embrutecimiento de la enajenación no podría yo explicarlas nunca porque para ello necesitaría servirme de un lenguaje endemoniado… ¡Estaba irremediablemente perdido!... Caí enfermo… Un ataque de parálisis me postró en la cama, y por la primera vez en mi vida estuve obligado a esperar la noche en mi tugurio… Las palpitaciones de mi corazón eran brutales; ante mis ojos, entre las ardientes y exasperadas tintas del crepúsculo bailaba frenética rondalla no sé tropa de figuras espectrales; recuerdo que mi dentadura rechinaba hasta despostillarse en los perfiles o triturarse por completo.

Ya aliviado, salí a la calle con el único objeto de procurarme una concubina, pues sentía mi ánimo abatido por completo y barruntaba que ya nunca podría dormir solo con tranquilidad. La encontré muy pronto y creía, al contemplarla, que el destino se mostraba propicio conmigo por primera vez: Violante parecía formada de espumas: tan blanca así era; tenía los ojos negros cual flores de histeria, manos de Walkiria y formas de carnaciones atenuadas por sabias y harmónicas flacuras… ¡A mí me gustan las mujeres flacas…!

La emoción plástica de la belleza se produce en mis sentidos con más intensidad ante un músculo enérgico que frente a una curva exúbera y de encarnadinos tonos; amo los perfiles a líneas rectas, de cariátide, por su altiva rigidez y porque evocan en mi fantasía todas las leyendas que condensan las monedas antiguas en sus bustos alisados por el frote de profanos dedos…

Nuestra primera velada se pasó agradablemente, entre un tomo de Swinburne y el sabroso picor de una charla libre salpicada con un buen frasco de gin cabezudo; yo me sentía dichoso suponiendo en mi infantil candidez que ya jamás me atormentarían las visiones…

Pocos días transcurridos, la realidad se encargó de persuadirme de lo contrario con una crueldad incomparable… Cierta ocasión, un rumor nocturno me hizo despertar sobresaltado, y al tocar de un modo maquinal el lácteo cuerpo de Violante, noté que se enfriaba, se enfriaba a un grado tal, que hubo momentos en que creí palpar una estatua de hielo. Al siguiente día le manifesté sin reserva mis observaciones; me escuchó atentamente y cuando acabé de hablar se echó a reír llamándome cobarde… Llegó la noche… Proveíme de una estufa de invierno y la llené de troncos, cargué con petróleo cuatro grandes lámparas que encendí yo mismo, y así, con una temperatura abrasadora e iluminado a giorno mi aposento, me acosté estrechando fuertemente a mi amada. Cerca de las doce, las luces se apagaron de repente, los tizones dejaron de arder y crepitar en las parrillas… Y Violante se helaba… se helaba… como un témpano… Creo que me desmayé, pues mis recuerdos en este punto son muy vagos; lo que sí no olvido, es que como esas noches se sucedieron otras muchas… Yo deseaba separarme de esa mujer y no podía lograrlo porque ejercía sobre mis potencias una fascinación poderosa y exclusiva; la amaba, sí, extravagantemente, con una afección metafísica y de un singular espiritualismo: después, poco a poco, sin causas legítimas y por los efectos de un fenómeno impenetrable al análisis, mi cariño a la barragana principió a modificarse de una manera radical, y lo que antes era anhelo de ternuras, se convertía en inagotable manantial de odios, la aborrecía con inconsciencias de cretino, su persona me excitaba provocando mis cóleras; llegué a abominarla como el enemigo más irreconciliable, sin duda porque los deleites que me daba eran agrios y dejaban en todo mi ser un repugnante amargor… ¡un capitoso perfume…!

Pensé en matarla, y la criminosa idea se asoció a mi vida tan arraigadamente hasta llegar a parecerme esa maldad una cosa perfectamente lícita y hacedera: me procuré un puñal, una gran daga del siglo XVII que me facilitó a vil precio un judío comerciante en antiguallas; poseedor ya de esa arma, la oculté mañosamente entre las sábanas, esperando consumar mi falta en los instantes en que Violante principiase a dormitar… Por primera vez en todos mis días aguardaba la sombra sin sentirme acometido de pavuras, no me preocuparon los leños de la chimenea ni la parafina de los quinqués, abrevié la plática que de ordinario seguía a nuestro nocturno ágape de bohemios, y con una imprudente brusquedad invité a Violante al tálamo… Me obedeció sin vacilar… Transcurrieron tres horas… ¡qué tormento!... Oía yo el perenne latir del reloj como la normal palpitación de un corazón vivo aprisionado en caja de metal. Las doce… Mi amante dormía como una marmota… ¡Vencí el miedo sin saber cómo! Me levanté para avivar la luz… necesitaba claridad de sol en el acto de mi crimen!... Volví a la cama… desenvainé… la hoja estaba muy fría, y en su espejeante pulimento tremolaban flamitas violadas… Afiancé el instrumento por el mango, y ¡herí!... ¡herí!... ¡herí!... con toda la encarnizada ceguedad de los cobardes… ¡Ni una queja!... De repente abrí los ojos (que había cerrado para no ver las convulsiones de mi víctima) porque sentía en mi garganta unas manos crispadas que me estrangulaban… y… vi… vi… a Violante convertida en un armazón de huesos… era un esqueleto que peleaba conmigo pugnando por ahorcarme… ¡Qué lucha esa!... Yo arrojaba cuchilladas al aire y las manos descarnadas de la impura se hundían como de alambre en la carne de mi cuello, dejando impresas en él su huella… Al fin vencí… Violante rodó al entarimado produciendo al caer sus fémures y vértebras un ruido seco y raro…
Entonces, yo, con los cabellos erizados y delirando como un demente, emprendí la fuga hasta ser aprehendido por la policía que me llevó a la cárcel… Esa es mi historia, no crea su señoría que me burlo del Tribunal, no, señor Juez; así ocurrió el drama… que se me castigue si lo merezco, estoy pronto a la expiación.

Terminados los debates, que fueron reñidísimos y por demás interesantes, entraron los jurados a la sala de las deliberaciones.

Después, el matador de Violante fue condenado a la pena capital.

El gendarme encargado de custodiar al preso, díjole por vía de consuelo al tomarle por el brazo para conducirle de nuevo a la prisión:

–Lo fastidiaron, amigo; pero usted tuvo la culpa… eso estuvo feo.

El reo contestó como hablando consigo mismo:

–Nunca moriré… soy inmortal… he matado a la muerte.

 

(0 hr 21 min)

Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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La última pena

21:59

Read by Alba