El último canto
Gelesen von Alba
Ángel de Estrada
Se sintió Frank mejor, y tomó la caja en que dormía su violin crispado de frío. Desde la bohardilla se veía a través de un cristal sucio, un pedazo de luna gualdosa, contándole a una nube las monotonías y tristezas de su viaje.
El violinista Frank, con ademán cómico, le hizo un saludo:
—Hasta luego, señora!
Se detuvo fatigado al pie de la escalera, y se abrochó el gabán, silbando un lindo vals de moda en otro tiempo. Los faroles le alumbraron luego, bajo los árboles desnudos de la calle.
Un fuerte aguacero había concluido con las lloviznas de una semana. El pavimento en las suaves ondulaciones de la madera, lucía como espejo, y adquiría a la distancia, en la zona de los focos eléctricos, refulgencias platíneas y doradas para desvanecerse bajo los ojos en el gris negro lavado. Los coches reflejaban sobre él, capotas, ruedas, caballos; con sombras y líneas que una mano invisible parecía construir, romper y arrebatar, sobre el lienzo de una linterna mágica.
Frank sintió subir del fondo del alma, la marea de muchas cosas fugitivas como esas imágenes. En el deslumbramiento vago de emociones no precisas, se fijaron después; y el antiguo vigor, las empresas olvidadas, sus visiones de gloria, resurgieron como despertando de un sueño.
Aspiró el enfermo con voluptuosa delicia el olor de lluvia del ambiente, que tenía mucho de la salud del cielo, y la esperanza descendió a su tristeza con suave encanto. Su andar se hizo más ligero, y con placer acariciaron sus ojos, los paisajes de las vidrieras.
Se detuvo entre dos plátanos. Una criatura tocaba su acordeón en el ambiente de hielo, y la pieza alegre exhalaba un suspiro de dolor. Era el extraño acorde de una risa y un martirio.
— Véte a casa —dijo Frank, y volcó el bolsillo.
— Sea siempre feliz — contestó el niño, con voz enternecida, alzando al piadoso sus cuencas de ciego.
El voto, en vez de regocijar a Frank, le sonó como una ironía. El aire del acordeón se mezcló con el acento del mendigo para aventar sus imágenes alegres. Y el recuerdo de una vida inmensa por sus sensaciones, débil por sus obras, volvió a abrumarle como siempre, con un clamor desesperante. Quería dejar sus vibraciones en notas de perenne frescura. Le extremecía de inquietud ser una sombra barrida bajo los plátanos, pasajera entre el tumulto de las cosas que tanto amaba.
— Ah! — pensó — sólo los ciegos, pueden llamarme feliz.
Un coupé estuvo a punto de rozarle al doblar de una esquina. La luz de los focos agujereó los cristales del coche con explosión de asalto.
— Salud, ambientes adorables.
No tuvo casi tiempo de pensarlo. Arrebujada en un manto verde nilo, una mujer pálida, melancólicamente absorta, había brillado y desaparecido, como arrastrada por una sombra avarienta. Era el roce, de una vez en la vida, de dos tristezas enfermas que no volverían a encontrarse.
Frank alzó los ojos al cielo, instintivo movimiento de los soñadores que sufren. La luna, libre del matiz amarillo, tenía en su palidez la emoción de una despedida muda.
El artista sintió la angustia de un presentimiento, y oprimió el violín donde aun dormía una esperanza de gloria. Cruzó entre parejas al parecer felices; entre jóvenes que iban, con el nervioso apresurado andar de los que gozan los segundos; entre fumadores enamorados en su paso grave del reposo que bajaba del cielo. De vez en cuando una puerta se abría, y en atmósfera de humo luminoso, se escuchaba el sonar de los billares; el rumor de las charlas, risas, gritos; y de todo ese movimiento nocturno en que tanto viviera se desprendía una emoción que, en angustioso símbolo, le ligaba a las nubes que huían sobre los techos inmóviles.
Dos horas más tarde, se sentaba por segunda vez frente a su atril, en el teatro.
— Siente —dijo al compañero. Tomó éste su mano, asombrado por el brillo de sus ojos.
— ¡Arde!
— La última fiebre —murmuró Frank con voz casi apagada.
Era fiesta de triunfo: el silencio con el alma de una tempestad se cernía sobre la voz de Fausto; «la Eva alemana que parece pintada por Lúcas Cranach» abría su espíritu al gentil caballero... Hay fuegos tan intensos que emblanquecen los rojos metales; hay angustias que ponen sonrisas en los labios. Frank sonrió deslizando el arco por las cuerdas.
Un soplo de amor supremo bañó su frente, y toda la tristeza de su vida vibró en un rapto de inspirado.
¡Cómo sonaba su violín! ¿No era él el creador glorioso de aquella música? ¿No la había concebido en el desgarramiento de un ser, que amaba con frenesí todo lo digno de ser amado? ¿No la derramaba sobre Fausto y Margarita con su encanto, pero también con el dolor, que arranca al soplo de la juventud del hombre, la eterna juventud del arte?
Un trueno de aplausos llenó la sala.
— ¿Me has oído? — dijo Frank.
— ¿Qué? — le respondieron con asombro. Pasóse la mano por los ojos que abría inmensos como interrogándose a sí mismo: —Nada contestó — pero no puedo más. Y su voz tenía la tristeza del último ensueño. Colocó el arco sobre la música y la luz del atril cayó sobre el violín, viva y muda. Frank abandonó su sitio, clavando en la sala una intensa mirada de amor. Deseaba llevarse los estuches de los palcos, los grupos gloriosos del plafón, las mujeres, las telas coloreadas, las luces: todo aquel ambiente de suave invernáculo, que había tenido para él los encantos de una segunda naturaleza. La función sigue su curso. El público aplaude siempre con entusiasmo: ¡buena noche aquella para el arte!
Ya Margarita en las angustias del crimen, ha sentido la oración congelada en sus labios, y maldecida por Valentín, y desamparada en el mundo, ha vuelto los ojos al cielo que la espera redimida en el jardín de los ángeles. Venid a oir los últimos cantos, desde el camarín lúgubre, donde Frank, sin volver de un síncope, muere.
Telones viejos, que cuelgan de las sucias paredes, dan la sensación del hastío, en atmósfera infecta de gas escapado y humedad subterránea. Las bailarinas con sus faldas de tules y sus batas de calle; Mefistófeles con su pluma de gallo aún y su traje negro y rojo; el enjambre de coristas a medio vestir; todos comentan el caso con aspavientos y extrañas actitudes, que les hacen parecer locos que cuentan alguna visión a las luces del pasillo.
— Se ha ido haciendo un servicio — dice un hombrecillo que toca el contrabajo. Y lo dice, con el acento de quien pronuncia una oración fúnebre, porque Frank deja a un amigo en su puesto de orquesta.
Condujeron el cadáver por la escena iluminada, frente a la sala sumergida en penumbra agonizante. Repercutían los golpes de un martillo, como en un inmenso ataúd, y varios empleados engomaban carteles, que anunciaban para el siguiente día, como todos los días:
Hoy segunda de Fausto.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.