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El enemigo

Gelesen von Alba

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X

Los domingos en misa de doce veíala en la iglesia de Santa Clara, y en tanto que ella se entregaba a su fervor, de rodillas entre los devotos, fijos los ojos en el devocionario, oía Gabriel distraído los dulces acordes del piano; llenaba el tiempo mira que mira los reflejos que producían los cirios en los estucos; persigue aquí los relucientes meandros de los altares y espía allá el inapreciable oscilar de los candiles, hasta que cansada de mariposear su atención, se detenla en la historia de aquel recinto donde Clara iba por devoción y él por verla solamente, y agolpadas en su memoria las reminiscencias de sus lecturas, recordaba:

Aquel templo, hoy tan abandonado y profanado, había sido en otro tiempo un jardín místico que respiraba arte y recogimiento, y también un claustro dentro de cuyos macizos y pesados muros resplandecían en la sombra flores exquisitas de hermosura y de castidad.

Miraba la esbelta nave, los altares estucados de blanco y oro, las dos puertas mirando hacia el norte, la hermosa arquitectura, obra de un artista apellidado con razón el maestro de los maestros; e imaginábase el convento con los cuadros que adornaban los muros de sus corredores: el célebre López había producido sus mejores lienzos para engalanarlo, y las telas dentro de sus marcos de doradas molduras, resaltando en la limpieza de las paredes, hablaban a las religiosas que por allí discurrían, de belleza y adoración.

Cuánta paz respirarla aquel convento habitado por sencillas y castas vírgenes, cuya vida era la delectación del Esposo. Todas habrían sido graves y muy bellas; pálidas y marchitas, como las azucenas que florecen a la sombra; cumpliendo las reglas con estricta observancia; recogidas en su celda, o reunidas en la tribuna asistiendo a las ceremonias del culto, o marchando por los corredores en silenciosa procesión, llenas de amor y bondad, dejando despedir de sí su aroma de místicas violetas.

Un misterio inmortal reinaría perpetuamente en el pedazo de cielo azul extendido sobre sus cabezas, y ya en los ardores de sus cánticos, ya en el susurro de sus rezos, o mejor en la quietud de sus almas orantes entregaríanse al Amado, ofreciéndole la limpidez y blancura de sus almas odoríferas.

La historia de una de sus religiosas patentizaba el encanto nunca visto de su interior, y del hechizo que embriagaba el ánimo cuando una vez entraba en aquel paraíso de recogimiento.

Habíalo leído Gabriel en las crónicas y sucedió en la Edad Media mexicana, mandando los virreyes y en época propicia para el milagro.

Tenía don Martin López de Gaona una hija encantadora; llena de fragancia y candor; de oro fino en los cabellos y en el rostro de satín inmaculado. Holocausto gratísimo había sido consagrada al claustro por sus padres, a la manera de esos sencillos patriarcas que ilustran con su rostro hierático y su luenga barba las hojas de la Biblia, y que ofrecían a Yaveh sus ovejas más bellas y de vellocino más blanco. Pero ella era joven y sobre todo hermosa; más alegre que una golondrina para resistir el frio y la tristeza del claustro; su talle demasiado esbelto y cimbreante para vestir el sayal y la tosca cuerda; sus oídos escuchaban bastantes lisonjas y halagos para acostumbrarse al murmullo de las letanías, y por estos motivos no burlaba, mas tampoco cumplía los paternales deseos.

Con todo, era piadosa; porque heredera de padres nobles no podía desdecir de su tiempo ni renegar de su educación, y aunque bulliciosa y frívola, complacíase en visitar los monasterios de monjas.

Un día que estaba en el de las claras con su madre, apartase de las religiosas que comadreaban en el vestíbulo, y entrándose por la chapada puerta mirase en un corredor adornado con lienzos en los muros.

En el primer momento su ánima frívola y superficial espantose:  sintió un encogimiento como de temor o tristeza; aspiró luego el aire largamente, y tranquilizada poco a poco, hechizose insensiblemente con el encanto de aquel sitio, y una sonrisa brotada de lo más hondo de sus anhelos floreció en los jardines de su alma. Abrió los brazos, alzó su cabeza encantadora, paseó los ojos por la perspectiva de aquel patio cuadrado y de amplios corredores, con arcos planos; aspiró la paz de las colosales higueras que se elevaban en medio; unas higueras secas y centenarias, con las ramas como miembros torcidos; jorobadas y blanquecinas como si hubiera llovido sobre ellas mucho polvo, y súbito, resonó en sus oídos una música seráfica, dulce, como si hubiera brotado de una flauta líquida.

Era el chorro de la fuente que parloteaba en el centro del patio, que cantaba vagorosamente, como si por brotar en el convento hubiera aprendido a cantar y orar; pues el surtidor debía cantar y orar, puesto que la joven se lleno de emoción, y se acercó a la fontana reluciente de azulejos, como a una amiga monja con su habito azul que la llamara.

Y seguía resonando suave, arrulladora, la flauta líquida, vertiendo sus notas como granos de oro en el alma de la joven que se acercaba a la vez confiada y temerosa, como a una amiga monja con su hábito azul que la llamara.

Llegada a la fuente sentose en el borde, y la música se hizo más queda, más suave y seductora; suspirando con todas las cadencias de un armónico, con la dulzura de la letanía, con las tristezas de la salve, con el amor del avemaría, como si por brotar en el convento hubiera aprendido a cantar y orar; y ella, Isabel, quiso asomarse al espejo con el impulso instintivo y natural del que busca los ojos de quien le habla; y contempló el cristal diáfano, húmedo como una pupila cariñosa, le entraron ansias de contemplarse en él; y el agua que con la caída del chorro cristalino se encarrujaba, debajo del rostro de Isabel se unió formando un ovalo, quedo perfectamente bruñida y pulida como una faceta de diamante, y al inclinarse Isabel para verse en el cristal, con el impulso natural e instintivo del que busca los ojos de quien le habla, quedose pálida e inmóvil, con la palidez e inmovilidad de las estatuas.

Al inclinarse sobre el espejo, había visto en la linfa su imagen; su rostro con las mismas bellezas y atractivos, pero encuadrado por el prodigio dentro del hábito de las claras.

Días después entraba en el noviciado, y transcurrido un año profesaba bajo el nombre de sor Isabel de San Diego.

Distrájose Gabriel oyendo el sonido de la campanilla a la hora de la elevación, y durante un instante miró la dorada casulla del sacerdote, lo invadió el fervor que inundaba todos los pechos, pensó en el símbolo de la hostia y el cáliz levantados, continuando luego su interrumpida divagación.

Hoy ya no existe el convento, proseguía, como tampoco una capillita en forma de pequeña rotonda dedicada a la Concepción, según el decir de un bajorrelieve; lo que antes era claustro había sido convertido en casa de vecindad y las monjas expulsadas de sus celdas; la capilla trocada en lugar de comercio; los muros de la iglesia pintorreados al exterior con anuncios de casas mercantiles; nada de lo que fue antes. Pero de igual manera que los sabios y los artistas reconstruyen con infinita paciencia ciudades con solo vestigios de ruinas y ven una estatua en un trozo de mármol, así los espíritus piadosos o sedientos de arte, leyendo las crónicas de aquel tiempo, y con un poco de amor, pueden hallar encanto en lo que resta de belleza o de religión, y cuando pasan por Santa Clara, evocar lo que ya no existe y recordar a la fundadora de la congregación en Porciúncula, donde en el mismo campo que Francisco eligiera para teatro de sus hazañas, fundó su plantel de recatadas doncellas e ilustres vírgenes, encarnadas rosas rodeadas también de espinas, símbolo en esos vergeles de la mortificación propia.

Hoy ya no hay lugares para amparar al que en el alma lleva la enfermedad del misticismo, o si los hay están ocultos y bajo la apariencia de casas particulares. No queda más que el recuerdo de aquella edad que era como un claroscuro de ignorancias divinas y de arte sagrado; bosque de celestiales zarzas que ardía de fervor; que era encendido por la centella del milagro; en cuyo cielo resplandecían como estrellas las maravillas; tiempos dichosos en que todos los labios sabían orar.

En aquel instante Gabriel fue traído a la realidad por el ruido que hachan los devotos levantándose; y desvanecido su sueño, se burló de la devoción que lo había llenado un momento,  y maquinalmente se santiguó de rodillas para ir a alcanzar a Clara que lo esperaba.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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