Perfidia y perdón
Gelesen von Alba
Saturnino Calleja Fernández
En una ciudad había un hombre rico, que perdió a su esposa dejándole una hija llamada Blanca, la cual iba todos los días a llorar sobre el sepulcro de su buena madre. Vino la primavera, y el padre de la huerfanita se casó de nuevo.
La nueva esposa tenía dos niñas de corazón muy cruel.
— No queremos que estés sentada a nuestro lado — dijeron a la pobre huérfana; — vete a la cocina.
Le pusieron un vestido viejo y le dieron lo unos zapatos rotos.
— ¡Qué sucia está la orgullosa princesa! — decían riéndose.
Blanca tenía que trabajar hasta la noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y lavar; sus dos hermanas le hacían, además, todo el daño posible.
Su padre fue en una ocasión a una feria, y preguntó a sus hijas qué querían que les trajese.
— Yo quiero un bonito vestido.
— Y yo una buena sortija.
— Y tú, Blanca, ¿qué quieres?
— Yo, padre mío, la primera rama que halle usted en el camino.
Compró a sus hijastras ricos vestidos y sortijas, y, al pasar por un bosque, cortó una rama de zarza. Cuando volvió a su casa, dio a sus hijastras lo que le habían pedido, y la rama a la huerfanita, que puso en el sepulcro de su madre, y, regada con lágrimas, no tardó la rama en convertirse en un hermoso arbusto. A la tumba iba un pajarillo; y cuando la niña sentía algún deseo, en el acto le concedía el pajarillo lo que pedía.
Celebró el rey de aquel país unas fiestas, e invitó a todas las jóvenes, a fin de que su hijo mayor eligiera esposa. Las dos hermanastras llamaron a Blanca y le dijeron:
—Péinanos y límpianos los zapatos, pues vamos al palacio del rey.
La huerfanita suplicó a su madrastra que la dejase ir.
— Calla — le dijo. — ¿Estás llena de harapos y quieres ir a la fiesta?
Pero como insistiese en sus súplicas, le dijo por último:
— Se ha caído un plato de lentejas en la ceniza; si las recoges antes de dos horas, te llevaré.
La joven salió al jardín por la puerta falsa y dijo:
— Tiernas palomas, tórtolas tristes, pájaros del cielo, venid todos y ayudadme a recoger.
Al momento entraron por la ventana todos los pájaros del cielo, y con sus piquitos, diciendo pi, pi, pusieron todos los granos en el plato. Blanca, llena de alegría, llevó el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la fiesta; mas ésta le volvió la espalda, y se marchó con sus vanidosas hijas.
En cuanto quedó sola en casa, fue Blanca al sepulcro de su madre, y debajo del árbol, llorando, comenzó a decir:
Arbolito querido,
préstame un traje
que sea de oro y plata,
y con mucho encaje.
El pajarito le dio un vestido de oro y plata y unos zapatitos bordados con plata y seda; en seguida se puso el vestido y se marchó al baile; sus hermanas y madrastra no la conocieron, creyendo que sería alguna princesa extranjera, pues les pareció muy hermosa con su vestido de oro; ni aun se acordaban de la pobre Blanca, creyendo que estaría mondando lentejas en el hogar. Salió al encuentro el hijo del rey, la tomó de la mano y bailó con ella, no permitiéndola bailar con nadie, pues no la soltó de la mano; y si se acercaba algún otro, le decía:
— No puede ser: es mi pareja.
Bailó con el príncipe hasta el amanecer, y entonces quiso marchar; pero el hijo del rey le dijo:
— Iré contigo y te acompañaré.
Deseaba saber quién era aquella joven; pero ésta se despidió y se marchó.
Blanca fue al sepulcro de su madre, donde se quitó los hermosos vestidos, que se llevó el pájaro, y después se fue a sentar a la cocina.
Al día siguiente, cuando llegó la hora en que iba a principiar la fiesta, y se marcharon sus padres y hermanas, corrió Blanca junto al árbol, y dijo:
Arbolito querido,
préstame un traje
que sea de oro y plata,
y con mucho encaje.
Dióle también el pájaro un vestido mucho más hermoso que el del día anterior, y, cuando se presentó con aquel traje, dejó a todos admirados de su extremada belleza; el príncipe, que la estaba aguardando, tomóla de la mano y bailó toda la noche con ella.
Al amanecer manifestó deseos de marcharse; pero el hijo del rey la siguió para ver la casa en que entraba; mas de pronto se metió en el jardín y se ocultó detrás de un hermoso árbol; el príncipe no pudo saber por dónde se había ido; pero ella fue corriendo al sepulcro de su querida madre.
Al día siguiente, cuando se marcharon sus padres y sus hermanas, fue de nuevo al sepulcro de su madre, y dijo al árbol:
Arbolito querido,
préstame un traje
que sea de oro y plata,
y con mucho encaje.
El pájaro le trajo un vestido que era más magnífico que ninguno de los anteriores; y cuando se presentó con aquel vestido, nadie tenía palabras para expresar su asombro.
Al amanecer se empeñó el príncipe en acompañarla; mas se escapó con tal ligereza, que no pudo seguirla. El hijo del rey había mandado untar con pez toda la escalera, y se quedó pegado en ella el zapato izquierdo de la joven; levantóle el príncipe, y vio que era muy pequeño y muy bonito.
Al día siguiente fue a ver al padre de Blanca.
— He decidido hacer mi esposa a la que venga bien este zapato — le dijo.
Alegráronse mucho las dos hermanas; la mayor entró con el zapato para probárselo, pero no se lo pudo poner, por más esfuerzos que hizo.
— Córtate los dedos — le dijo su madre; — pues cuando seas reina, no irás nunca a pie.
La joven se cortó los dedos, metió el zapato en el pie, ocultó su dolor y salió a buscar al hijo del rey, que la subió en su caballo, como si fuera su novia, y se marchó a palacio con ella.
Al llegar al arbolito del sepulcro había dos palomas, que comenzaron a decir:
No sigas, príncipe amante,
detente por un instante,
que el zapato que ésa tiene
para su pie no conviene.
Se detuvo, la miró los pies y vio correr la sangre; volvió su caballo, condujo a su casa la novia fingida, y dijo que no era la que había pedido; que se probase el zapato la otra hermana. Entró ésta en su cuarto, y le estaba bien por delante, pero el talón era demasiado grueso.
— Córtate un pedazo de talón—le dijo su madre; — pues cuando seas reina no irás nunca a pie.
La joven se cortó el pedazo de talón, metió un pie en el zapato y, ocultando el dolor, salió a ver al hijo del rey, que la subió en su caballo y se marchó con ella; pero, al pasar delante del árbol donde estaban las palomas, éstas comenzaron a decir:
No sigas, príncipe amante,
detente por un instante,
que el zapato que ésa tiene
para su pie no conviene.
Se detuvo, la miró los pies y vio correr la sangre; volvió su caballo y la condujo a su casa.
— No es esta la que busco — dijo incomodado. — ¿Tenéis otra hija?
— De mi primera mujer tuve una pobre chica, a quien llamamos Blanca; pero ésta no puede ser la novia.
Se empeñó el príncipe en que saliera, y hubo que llamar a la huerfanita. Se lavó primero la cara y las manos, y salió después a presencia del príncipe, que la alargó el zapato de oro; se sentó y se puso el zapato. Cuando la vio el príncipe, reconoció a la lo doncella que había bailado con él y dijo:
— Ésta es la escogida de mi corazón.
La madrastra y las dos hermanas se pusieron pálidas de ira y de envidia; pero él subió a la huerfanita en su caballo y se marchó con ella, y le dijeron las dos palomas blancas:
Sigue, príncipe, adelante,
sin parar un solo instante;
ya encontraste el piececito
al que viene el zapatito.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.