La amortajada
Gelesen von Alba
Maria Luisa Bombal
Ahora sólo queda, cerca de ella, el marido de María Griselda.
¡Cómo es posible que ella también llame a su hijo: el marido de Maria Griselda!
¿Por qué? ¿Por qué cela a su hermosa mujer? ¿por qué la mantiene aislada en un lejano fundo del sur?
La noche entera ella ha estado extrañando la presencia de su nuera y la ha molestado la actitud de Alberto; de este hijo que no ha hecho sino moverse, pasear miradas inquietas alrededor del cuarto.
Ahora que, ehcado sobre una silla, descansa, duerme tal vez, ¿qué nota en él de nuevo, de extraño... de terrible?
Sus párpados. Son los párpados los que lo cambian, los que la espantan; unos párpados rugosos y secos, como si, cerrados noche a noche sobre una pasión taciturna, se hubieran marchitado, quemados desde adentro.
Es curiosos que lo note por primera vez. ¿O simplemente es natural que se afine en los muertos la percepción de cuanto es signo de muerte?
¡Oh, abre los ojos, Alberto!
Como si respondiera a la súplica, los abre, en fecto... para ehar una nueva mirada recelosa a su alrededor. Ahora se acerca a ella, su madre amortajada, y la toca en la frente como para cerciorarse de que está bien muerta.
Tranquilizado, se encamina resuelto hacie el fondo del cuarto.
Ella lo oye moverse en la penumbra, tantear los muebles, como si buscara algo.
Ahora vuelve sobre sus pasos con un retrato entre las manos.
Ahora pega a la llama de uno de los cirios la imagen de María Griselda y se dedica a quemarla concienzudamente, y sus rasgos se distienden apaciguados a medida que la bella imagen se esfuma, se parte en cenizas.
Salvo una muerta, nadie sabe ni sabrá jamás cuánto lo han hecho sufrir esas numerosas efigies de su mujer, rayos por donde ella se evade, a pesar de su vigilancia.
¿No entrega acaso un poco de su belleza en cada retrato? ¿No existe acaso en cada uno de ellos una posibilidad de comunicación?
Si, pero ya el fuego deshojó el último. Ya no queda más que una sola María Griselda; la que mantiene secuestrada allá en un lejano fundo del sur.
¡Oh, Alberto, mi podre hijo!
Alguien, algo, la toma de la mano.
— "Vamos, vamos..."
—“¿Adónde?"
—“Vamos”.
Y va. Alguien, algo la arrastra, la guía a través de una ciudad abandonada y recubierta por una capa de polvo de ceniza, tal como si sobre ella hubiera delicadamente soplado una brisa macabra.
Anda. Anochece. Anda.
Un prado. En el corazón mismo de aquella ciudad maldita, un prado recién regado y fosforescente de insectos.
Da un paso. Y atraviesa el doble anillo de niebla que Io circunda. Y entra en las luciérnagas, hasta los hombros, como en un flotante polvo de oro.
Ay. ¿Qué fuerza es ésta que la envuelve y la arrebata?
Hela aquí, nuevamente inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho.
Liviana. Se siente liviana. Intenta moverse y no puede. Es como si la capa más secreta, mñas profunda de su cuerpo se revolviera aprisionada dentro de otras capas más pesadas que no pudiera alzar y que la retienen clavada, allí, entre el chisporroteo aceitoso de dos cirios.
El día quema horas, minutos, segundos .
—“Vamos”.
— "No"
Fatigada, anhela sin embargo, desprenderse de aquella partícula de conciencia que la mantiene atada a la vida, y dejarse llevar hacia atrás, hasta el profundo y muelle abismo que siente allá abajo.
Pero una inquietud la mueve a no desasirse del último nudo.
Mientras el día quema horas, minutos, segundos.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.